Caminos de agua
Por Ana Mercedes Abreo Ortíz
Marzo, 2025
Recuerdo, desde mi nostalgia, que hace muchos, muchos años -según el tiempo del hombre-, existió un pueblo de mujeres y hombres que habitaban los valles de una sabana rodeada de altas y grandes montañas. Vestían con sencillos trajes blancos elaborados por ellos mismo en lana y algodón; labraban la tierra para sembrar, cultivar y cosechar sus alimentos, guiados por los ritmos de la Luna y el Sol. Conservaban con esmero las semillas nativas, pues sabían que eran hijas de la Madre Tierra y que, con su pureza, alimentaban sus cuerpos, esos que también hacían parte de la misma Madre y semilla de la humanidad. Eran seres fuertes, no por sus músculos o por su apariencia, ni por el dominio o control sobre los otros –pues desconocían tales conceptos- sino por la templanza de sus espíritus y la nobleza de sus corazones. Eran Gente de Naturaleza, y en cada ser honraban su existencia, reconociendo que todos los seres habitamos en el seno del mismo Espíritu.
Eran pueblos comunitarios, profundamente respetuosos de la naturaleza; cuidaban a los animales, las plantas, el agua, el fuego, el aire y la tierra. Para ellos, el agua era símbolo de abundancia: nutría la tierra, hacía germinar el alimento y, con su movimiento, limpiaba todo a su paso, ejemplo de fluida vitalidad. El fuego era considerado un Abuelo sagrado que iluminaba el Ser, especialmente en las noches frías y oscuras sin luna; era el centro de círculos de enseñanzas, donde los hombres de sabiduría –aquellos que habían transitado muchos soles y muchas lunas- sembraban la palabra sanadora, cultivada en los campos del Alma. El aire, fuente de aliento divino en cada vida, era pureza y respiración; territorio del águila y el cóndor, un espacio sagrado por el que viajaban las aves que con su canto anunciaban cada amanecer. Nutrían y respetaban la tierra, generosa y viva, de la que brotaba alimento y medicina; custodia de pagamentos, esos escritos sagrados con los que la Gente de Naturaleza agradecían la vida y su abundancia; piel de la Madre que acoge en su seno la morada de los ancestros.
Esta Gente se comunicaba con los animales, desde el más pequeño hasta el más grande. Los árboles eran sus amigos y maestros, las plantas su medicina y, las montañas, sus grandes protectoras. En ellas habitaban también los Mohanes, guardianes de la Madre Tierra, espíritus tan conectados a la montaña, que eran parte de ella. Dos montañas bordeaban los valles de esta sabana, no las únicas, pero sí las más imponentes: Huaika y Majuy. Cuentan los Abuelos que, en un principio, antes de la llamada conquista, en la montaña de Huaika habitaba una pareja de Mohanes, ella, Huika; él, Majuy. De ellos tomaron sus nombres.
Cuentan que el Mohán y la Mohana se amaban y vivían juntos en la montaña de Huaika. Cuidaban los tesoros de la montaña; las aguas cristalinas que nacían en la cima, alimentadas por los frailejones, y que se deslizaban por sus faldas hasta llegar a valles intermedios en los que formaban lagunas, refugio de peces y alimento de aves. Estas aguas desembocaban en el río Chicú, el cual recorría gran parte de la sabana y sostenía con su cauce las tierras fértiles de oro, que la Gente de Naturaleza cuidaba con sus laboriosas manos.
Un día, el mar trajo de lejanas tierras un pensamiento extraño, desconectado del corazón que guía la intuición, se componía solo de razón. Con su llegada, las aguas comenzaron a sufrir una metamorfosis: oscurecieron su color y su pureza, al igual que el corazón de los hombres. Los peces fueron progresivamente reemplazados por objetos raros; todo era diferente, el desorden se apoderó de la naturaleza y de las personas, dejaron de ser Gente de Naturaleza. Los hombres hacían cosas extrañas que los Mohanes no entendían, ellos les preguntaban qué pasaba, pero todo era tan confuso y había tanto desorden, que la comunicación entre los Mohanes y los hombres se fue perdiendo, desplazada por la furia, la avaricia, la arrogancia y tantas otras emociones incomprensibles que procedían de ese “nuevo pensamiento”.
Los Mohanes fueron testigos de todo este desorden y, a pesar de su lucha por mantener el orden, esta energía se fue apoderando de toda la región y también de ellos, hasta el punto que un día, el Mohán y la Mohana entraron en una especie de letargo y se pelearon. La pelea fue tan fuerte que la montaña se estremeció, haciendo caer tantas piedras que aplastaron toda la vegetación a su paso, hasta quedar una gran Peña y un barranco. Después, una torrencial tormenta inundó todo el valle, destruyendo los cultivos y sembrando enfermedad en la población. Todo era división, la gente se alejó de la Naturaleza, al punto en que esta le resultaba tan extraña que comenzó a temerle. La Mohana, que era más fuerte que el Mohán, lo expulsó de la montaña y él tuvo que migrar a la cordillera vecina, al otro extremo del valle, llevándose con él la mitad del tesoro. El nuevo hogar del Mohán se denominó “cerro Majuy”.
El desorden llevó al deterioro, que pasó a ser llamado “Progreso”; la gente cambió su rumbo, empezó a seguir huellas falsas, su corazón endureció y empezó a transitar en extraña soledad. Poco a poco, olvidó cómo acariciar la tierra con sus pies, cómo danzar en cada Luna y saludar a cada amanecer; el miedo se apoderó de ellos y en un afán desesperado empezaron a correr profundizando en el descontrol y la enfermedad. La piel de la Madre Tierra fue cortada y reemplazada por una sustancia viscosa que al secarse endurecía, dejando un color gris oscuro, casi negro; las cimas de las montañas pasaron de ser fuentes de agua para convertirse en asiento de altos aparatos que cambiaron la forma de comunicación, ésta ya no era de corazón a corazón, ya no había una comunicación desde el interior. Los ríos del valle se fueron secando y con ellos sus suelos, las pocas aguas que quedaron estaban tan turbias que los animales se fueron muriendo; la sabana se cubrió de cielos nublados, pero no por nubes de agua, sino por nubes grises de humo y el verde quedó amenazado a una inminente extinción.
Desde sus montañas, el Mohán y la Mohana observaban todo a su alrededor. Golpeados por el impacto de lo que sucedía, despertaron del letargo, intentaron unirse, pera la densa oscuridad que inundaba la sabana se los impedía. Buscaron a la Gente de Naturaleza, pero no los hallaron. Inventaron entonces una estrategia. Avivaron la comunicación desde sus corazones, unieron sus fuerzas e invocaron al espíritu del agua. Con ayuda de los pájaros que quedaban, movieron los vientos y fueron armando nubes cargadas de agua limpia, construyendo un puente que cruzaba el valle y permitía su unión; juntando nuevamente sus tesoros, revivieron la energía del Amor.
Durante esta unión, fue posible ver una pequeña estrella fugaz viajando por el cielo de los valles, de un cerro a otro, y una danza de luces en las montañas de la sabana, produjo un luminoso espectáculo en el cielo.
A partir de ese momento, los Mohanes empezaron a enviar señales de Amor a todos los habitantes de la sabana a través del puente de agua cristalina que unió a las dos montañas, ello con la intención de liberar el potencial de sus corazones y procurar preservar los tesoros del lugar. Algunos Abuelos - aquellos que no se definen por su edad, sino por la sabiduría de sus canas- atendieron a ese llamado y fueron despertando; revivieron la palabra alrededor del fuego y recobraron el poder medicinal de las plantas. Sus palabras tocaron el corazón de algunos jóvenes, despertado en ellos la inquietud por descubrir cómo llegar a un nuevo amanecer, reconociendo que en sí mismos y en sus orígenes está sembrada la semilla para la construcción de una nueva humanidad, donde la Gente de Naturaleza pudiera retornar.
Así, desde lo alto, desde aquel lugar donde el azul del cielo se une con el verde de los Andes, Huika y Majuy vislumbran el florecimiento de esta nueva sociedad, aguardando con paciente urgencia, el momento en que el hombre logre subir la montaña de su propia humanidad. No importa la rapidez con que su paso ascienda la montaña hasta llegar a la cima, sino su capacidad para subir acariciando con la desnudez de sus pies la piel de la Madre, dejando huellas de abundancia por los senderos de los caminos de agua. Mientras tanto, en mi memoria queda el recuerdo de aquellas montañas emparejadas, que con su ejemplo nos enseñaron la fuerza creadora del Amor.
Porque la Tierra, tu tierra, vuelva a respirar…
Porque el fuego, tu fuego, vuelva a iluminar…
Porque el agua, tu agua, vuelva a fluir de manera cristalina…
Porque el aire, tu aire, vuelva a circular libre y puro por las montañas de los Andes…
Porque el Amor retorne con su fuerza creadora
¡Porque amanezca una nueva Humanidad!