Jane Eyre, de Charlotte Bronte
Por Katheryn de Alba Hernández
Septiembre, 2020
La novela inglesa, Jane Eyre, el clásico de la literatura publicado en 1847, es una obra disruptiva que genera fuertes cuestionamientos sobre el ethos victoriano, cuyos valores aún permean instancias de la contemporaneidad, donde las pasiones y la libertad son reemplazadas por la sumisión y el miedo.
Como todo escritor, Charlotte Brontë impregna el personaje de Jane Eyre con mucho de sí misma; la autora y el personaje comparten la orfandad y el abandono, la búsqueda inconsciente de un padre en el amor de un hombre mayor y hasta la labor como institutriz, pero también el espíritu rebelde que desafía las convenciones sociales. Es un autorretrato que Brontë dibuja en la ficción.
Eyre, cuyos padres mueren cuando es recién nacida, crece excluida y maltratada por su tía, Mrs. Reeds, quien la aborrece por su franqueza y su incapacidad de guardar silencio ante las injusticias que la inquietan. Quienes rodean a Jane, intentan diezmar el carácter fuerte de la niña de diez años mediante el miedo al infierno, pero solo lo logran lacerando su frágil autoestima al resaltar su fealdad y la clase social a la que pertenece.
Gradualmente el libro arroja pistas de cómo el conocimiento es una herramienta liberación, esa que experimentaba la pequeña Jane Eyre mientras leía Los viajes de Gulliver, o la que descubrió al ingresar a la institución de beneficencia Lowood, que nos recuerda el paso de Charlotte Brontë por el internado de Clergy Daughter, tras la muerte de su madre.
En Lowood, Eyre se convierte en institutriz. Sin darse cuenta, gesta una forma de fina rebeldía que no se manifiesta de manera contestataria, sino desde su impetuosidad, su curiosidad por aprender y desde el amor hacia sus estudiantes huérfanas, ese mismo que le negaron en la niñez. Su paso por esa institución también deja mella en su carácter, que se vuelve un poco resignado, algo por supuesto influenciado por la mansedumbre y la ética del trabajo; la austeridad que le impide usar vestidos o adornos, reservados únicamente para aristócratas y casamenteras; el abandono de cualquier dejo de feminidad y sensualidad que le vuelva impura; y la aceptación del destino y el sufrimiento profesados por la doctrina cristiana.
El alma indomable de Jane la empuja a querer ir más allá de las paredes de Lowood, a avanzar a un lugar del que tampoco tiene certezas, pues no puede vislumbrarlo. Nunca ha imaginado enamorarse, mucho menos sueña con tener hijos o casarse, lo que ya de por sí desafía el deber ser de la mujer de la época, como lo hiciera la misma Charlotte Brontë al rechazar cuatro propuestas de matrimonio.
Pese a tener claro su aparente lugar en el mundo, que no es ninguno, no para una institutriz cuyas aspiraciones solo pueden ser trabajar y garantizarse una vida modesta y sin emociones, Eyre no logra reprimir la pasión inherente a ella, tiene una inquietud que le impide dormir. Entonces, sin meditarlo y por mero impulso, termina trabajando en la mansión Thornfield.
Allí se enamora ciegamente de Mr. Rochester, quizás porque es un personaje que refleja la esencia escondida de la misma Jane: apasionado, rebelde, inteligente, con una fealdad opacada por su gallardía y bondad; un esteta que trastoca todas las convenciones sociales; franco de una manera casi cínica, pero de quien se puede deducir a lo largo de la novela, que oculta un misterioso sufrimiento causado por la represión de las normas religiosas.
Jane Eyre demuestra que el amor romántico también subvierte. Mr. Rochester libera a Eyre, no como el caballero que libera a su doncella, sino como un contendor que reta a su digno rival, funge como guía para que descubra su belleza y sus propias virtudes. Desde que conoce a Jane, la confronta: se burla de sus modales de institutriz inglesa, aborrece su actitud servil, le cuestiona sus arraigadas creencias religiosas, la enfrenta porque no ve en ella a un ser frágil e inferior, sino porque, por el contrario, la ve como a un igual.
El personaje de Jane Eyre forja su propia rebelión en el acto de amar. Primero, al pelear contra el reflejo de sí misma: su apariencia y su pobreza, y así reconocer que merece vivir realmente. Después, al darse la oportunidad de sentir, de despertar su cuerpo dormido y frío con una caricia, con la contemplación de la belleza y la mirada fija; siente al permitirse desear, pero también al tener celos y querer para ella, pasiones muy humanas. Luego, al tomar la decisión de compartir o no su vida con Rochester. Toda una ruta que finamente lleva a Eyre desbocarse en la libertad que emana de sí misma.
Los diálogos de novela tienen un toque de humor que devela la perspicacia de Charlottte Brontë. La historia también tiene un misterio terrorífico, donde risas macabras, aruños y apariciones juegan con la imaginación del lector y lo conducen a generarse hipótesis sobre el sorpresivo desenlace de la novela, como si él mismo hubiera sido un niño asustado, criado bajo el miedo al demonio y a los fantasmas.
También pueden encontrarse otros elementos interesantes, como la concepción de enfermedad mental desde la razón y la religión, en pleno siglo XIX; la influencia del desarrollo afectivo sobre la construcción de imagen especular; o los conceptos de niñez e infancia desde una perspectiva de clase.
Jane Eyre no es una novela de amor, es una novela de rebeldía. Desmantela una moral victoriana que define lo correcto como lo dócil y obediente para mantener en su estructura una sociedad de clases que segrega y censura mediante códigos comportamentales normalizadores. Construye un significado de la mujer desde la misma mujer, a través de su autoreconocimiento, desde la búsqueda de independencia y la libertad de estar sola, pero también de decidir si está con alguien, y desde la formación de una identidad como ser sintiente. No en vano, esta obra ha sido denominada por los críticos como una de las primeras novelas feministas de la historia.