"Doña Briceida", una historia bellamente escrita
Esta historia nos muestra lo vulnerable que somos los seres humanos; lo difícil que es para la mayoría pasar la página luego de una pérdida o situación traumática. A algunos se les detiene el tiempo y se quedan pensando en la situación, una y otra vez, recreándola, de nuevo, hasta las lágrimas. Incluso hasta los últimos días de su vida. Gran parte de la humanidad vive en el pasado y eso hace que su presente sea inexistente, entonces se les va la existencia en pensar la tragedia experimentada, la cual es imposible de transitar y ser comprendida como aprendizaje.
Los invito a leer este profundo cuento sobre la naturaleza del ser humano con un té, mientras escuchan a Chopin, Beethoven o Mozart. Seguro la música clásica los acercará más a doña Briceida, este trágico y sensible personaje en el que hemos caído o personificado al menos una vez en nuestras vidas.
Carolina Cárdenas Jiménez
Escritora, poeta, directora editorial Quira Medios
Bogotá, abril 2021
Doña Briceida
I
Como lo había hecho durante los últimos setenta años, el primer viernes del mes Doña Briceida salió de la casa y se dirigió al cementerio. Tenía el pelo totalmente blanco y tan corto, que al salir esa mañana sintió que el viento le enfriaba las orejas, un poco grandes para el tamaño de la cabeza. Tenía los ojos vidriosos, sombreados por unas cejas muy gruesas. Caminaba sin ayuda de bastón, echando los brazos largos hacia atrás y tomándose las manos huesudas. Había cumplido ochenta y seis años.
Durante mucho tiempo había recorrido el camino entre Teusaquillo y el cementerio. Ahora, naturalmente, se demoraba más; estaba vieja y había tantos carros. Esa mañana tenía un vestido gris de lana tejida y unas medias del color de la piel, que se ponía hasta las rodillas. Usaba zapatos planos, de cuero muy delgado, amarrados con cordones.
Mientras caminaba desprendió una hojita de eucalipto y la deshizo entre los dedos. Después se la llevó a la nariz para olerla bien y se puso un pedazo pequeño entre la boca. Miraba de un lado a otro para asegurarse de que podía cruzar en una esquina, o de que otros transeúntes no la obligaran a tomar la parte exterior de la acera.
Llegó a la avenida. Con mucha dificultad cruzó los cuatro carriles. Una vez del otro lado de la calle, empezó a subir manteniéndose muy cerca al muro. En los puestos de venta, una cuadra antes de llegar, compró dos ramos de claveles blancos y dos velas gruesas recubiertas con papel celofán. A la entrada, frente a la verja negra de hierro, volvió a detenerse para darle limosna a un mendigo. Después entró al cementerio y tomó la dirección del mausoleo. Una llovizna fina empezó a caer. Había hombres trabajando en los jardines y ramas de pino cortadas sobre el piso de cemento.
La mañana olía como la primera vez. A cera derretida; al aroma de las hojas y el pasto recién cortado. Tal como la primera vez hace más de setenta años, cuando vino con sus papás a enterrar a las hermanas menores. Estaba de pié frente a la entrada de la iglesia, buscando un cirio encendido para prender sus velas. Sintió el vestido húmedo y pesado sobre la espalda. Encendió las velas. Se volvió y miró hacia la derecha, veinte pasos entre los pinos, hasta ver la estatua dorada de las niñas. Allí estaban entre la piedra parda del mausoleo. Sintió el corazón inquieto.
Cerró los ojos un momento. Creyó escuchar a sus hermanitas otra vez, llamándola desde las escaleras de una casa oscura, hace ya muchos años.
II
Don Gregorio Wuddmer llegó a Colombia en 1884; tenía treinta años. Un barco de bandera alemana lo dejó en Santa Marta, en donde lo estaban esperando para finiquitar el negocio de compra de una finca bananera.
Era una propiedad enorme cerca a Fundación. Allí levantó Don Gregorio una casa de muros blancos y balcones, en donde se instaló. Vivía solo; con la servidumbre de la casa nada más. Cuando no estaba en el campo trabajando, leía echado en una hamaca durante horas, o escuchaba música en un fonógrafo que había comprado antes de embarcarse. Era enérgico e incansable en las labores diarias, pero cuando atardecía y se llegaba la hora de regresar a la casa, se volvía taciturno.
Llegó a tener más de doscientos hombres en los plantíos. Sacaba el guineo a lomo de mula hasta Sevilla y después en el nuevo ferrocarril de los ingleses lo llevaba hasta Santa Marta. Los cargueros que entraban por Riohacha y cubrían la ruta de las Antillas, le compraban en el puerto y se llevaban el banano hacia el norte, llegando hasta la ciudad de Nueva York.
En 1985 viajó por primera vez a Bogotá con el propósito de encontrarse con un señor de apellido Madiedo, con quien había mantenido una larga correspondencia durante la permanencia de este en Oberuster, Suiza. Planeaban montar juntos un negocio de representaciones; relojería y artículos para caballero fabricados en Europa.
No pensó nunca Wuddmer que se quedaría en Bogotá. Unas semanas después de haber llegado conoció a Amalia, una muchacha suave y tímida de Boyacá, que tenía el pelo casi rojo y los ojos azules más melancólicos y bellos que él hubiera visto en su vida. Se casaron en enero de 1896 y en diciembre nació Briceida. Don Gregorio no regresó a la costa. Durante los primeros años manejó la hacienda a distancia, pero acabó por venderla. El negocio de representaciones había crecido y Wuddmer tenía ya dos almacenes en la calle doce y una tienda de ultramarinos en frente de la Plaza Bolívar.
Además de sus negocios personales Don Gregorio Wuddmer tenía dos asuntos a los que dedicó mucho tiempo y empeño por esos años. Uno era albergue para niños que fundó con su esposa Amalia. El otro era su trabajo como profesor en la recién establecida Escuela Nacional de Comercio.
El albergue funcionó durante años en un viejo edificio adquirido por ellos en la calle novena, frente al Observatorio Nacional. Tenía cuatro pisos con corredores de barandas y un patio interior. El patio era cuadrado y recibía la luz cenital a través de una enorme marquesina empotrada en los tejados. En el centro había una fuente de piedra con un surtidor de hierro pesado. Había también un rosal denso y perfumado en torno a la fuente y materas de novios colgadas de las paredes. De las cuatro esquinas del patio subían escaleras de madera a los pisos superiores en donde estaban las piezas, una lavandería y los baños. En el cuarto piso había un salón espacioso donde pusieron un piano que Don Gregorio mandó a traer de Vina. Amalia, que había recibido alguna formación musical desde niña, tomaba clases con un maestro italiano de nombre Giuseppe Carímini, muy bien reputado en Bogotá por esa época.
Briceida, que entonces tenía tres años, pasaba las horas jugando con unas muñecas francesas que le regaló su papá, o corriendo por los corredores solitarios de la casa.
Frente al salón del piano, en el mismo cuarto piso, estaba el departamento de la familia. Tenía dos habitaciones amplias y una sala enorme con una chimenea que permanecía encendida el día entero. Había una mesa redonda de madera gruesa y pulida donde tomaban los alimentos. Detrás de dos biombos forrados estaba la sala, sobriamente amoblada. Todos los muebles y ornamentos habían sido traídos de Europa. El piso de madera estaba cubierto por alfombras. Briceida jugaba en ese salón, sobre la superficie mullida de las alfombras, mientras oía a sus padres conversando al terminar de almorzar, o por las noches, cuando tomaban el chocolate al pie de la chimenea. Había cuadros con marcos dorados en las paredes, estatuas de bronces sobre bases de mármol, floreros grandes pintados en Japón o en Italia.
En esa casa inmensa recibió Doña Amalia durante años a los niños de la calle y a los estudiantes pobres que venían de provincia. Sin embargo, hacia el final de 1900, Don Gregorio se vio forzado a cerrar el albergue. Siendo protestante y extranjero en Colombia, su obra no era vista con buenos ojos por la diócesis. El mismo obispo lo obligó a terminarla.
La familia, pese a eso, se quedó viviendo en el viejo palacio de la calle novena. Después de dos años Amalia quedó embarazada de las mellizas. Las niñas, Ida y Matilde, nacieron en junio de 1902.
III
Fue ese un tiempo de alegrías y de juegos en la casa de los Wuddmer. Briceida, casi seis años mayor que las mellizas, les enseñó prácticamente todo. Aprendieron con ella los nombres y las primeras palabras; los animales, las frutas, los lugares de la casa. Las niñas empezaban a hablar y Briceida podía morirse de ternura y felicidad. Eran para ella como ramas nuevas de los árboles, que emitieran por primera vez sus canciones al ser tocadas por el viento. La hermana mayor se pasaba el día peinándolas, vistiéndolas, jugando con ellas. Corrían por los corredores y todo era risas, cabellos rubios, vestiditos de raso y lazos de tul en las cinturas pequeñas.
Don Gregorio salía a dar vuelta a sus almacenes como a las nueve de la mañana y volvía a almorzar a mediodía. En la tarde pasaba hasta el observatorio a conversar con Mister Keith, un viejo inglés amigo suyo que estaba a cargo del instituto. Wuddmer leía con interés sobre astronomía y ciencias naturales y aprovechando su negocio de importaciones traía lentes y aparatos especiales que estudiaban con el profesor.
Terminando el día se iba para la escuela de comercio a dictar sus clases.
Era persona muy conocida, apreciada y respetada. Hizo parte de las comisiones extranjeras para el establecimiento de industriasen el país. Colaboró con la iniciativa de compra de unas minas de carbón en Zipacón y con la fundación de un banco en Antioquia y de una empresa metalmecánica en Boyacá. La señora Amalia por su parte, miraba por las niñas y tocaba el piano. La música se podía oír inclusive en el patio. Descendía desde los pisos superiores y colmaba todo el espacio interior del edificio. Las armonías parecían palpar con suaves vibraciones los vitrales de las ventanas y las flores adormecidas en los techos adornados.
Para las niñas el enorme caserón de cuatro pisos y treinta y cinco habitaciones, fue el territorio de una infancia llena de misterio y de dicha. Las chiquitas se metían entre los rosales del patio; si se cansaban de jugar entre la tierra o se asustaban porque no lograban salirse de las ramas cerradas y espinosas, inmediatamente llamaban a Briceida para que viniera a sacarlas. Briceida que ya tenía once años, corría por el piso de listones oscuros y bajaba a toda prisa las cuatro escaleras para buscar a sus hermanitas entre los rosales. A veces llegaba y las encontraba llorando, abrazadas la una a la otra o simplemente acostadas, jugando a estar dormidas. Amalia les daba en ocasiones caramelos españoles o delicados chocolates suizos y las niñas se los comían con alborozo en el salón de la chimenea o paseando juntas por las habitaciones desiertas. A veces se bajaban hasta el primer piso otra vez, mientras Briceida estaba distraída preparando una tarea o haciendo un dibujo de las niñas para regalarle a su papá.
Entonces el departamento de la familia era más grande. Toda un ala del cuarto piso fue necesaria para que se alojaran con amplitud y comodidad. Las niñas, incluida Briceida, recibían desde pequeñitas la instrucción de maestros e institutrices en la casa. El profesor de piano empezó pronto a dictarle clases también a las mellizas, y pasado un tiempo, era un gusto verlas con la hermana mayor cantando canciones alemanas y bambucos. Briceida, que llevaba varios años bajo la atenta mirada de Carímini, podía cantar además arias de opera italiana y canciones de Schumann. Tenía una voz fina y extrañamente entonada; sus hermanitas se pasaban la tarde entera escuchándola cantar.
Briceida no olvidaría nunca la última navidad en que estuvieron todos juntos. Cantaron villancicos alrededor del piano. Las habitaciones estaban invadidas por el olor dulce y delicado de las galletas que su madre preparaba para Noche Buena. Ella tenía entonces catorce años y en el enorme salón crepitaba el fuego de la chimenea. Sus llamas acariciaban las paredes dándoles la apariencia de cielos o de espejos rojos y amarillos.
En febrero enfermaron las mellizas. Briceida vio a sus papás deshechos en lágrimas durante ocho semanas. Sin dormir un minuto, atendiendo y acompañando a las enfermas, agotados de cansancio.
A pesar de todos los cuidados; de las compresas heladas para combatir las fiebres altísimas; de las ventosas aplicadas tantas veces sobre las espaldas blancas y raquíticas de las pequeñas; de los colutorios insoportables con azul de metileno y violeta de genciana; a pesar de todo, ocho semanas después de haber enfermado, las niñas murieron.
Ida falleció a las once de la noche del jueves y Matilde unas horas después, a las cinco de la mañana del viernes. Era el mes de abril de 1910. El doctor dijo que habían sucumbido a la angina de Balsán.
Briceida recordaría siempre a sus papás abrazados, llorando, al lado de la ventana por donde empezaba a amanecer. La luz blancuzca y fría tocaba ya los cuerpos mojados y rígidos de las mellizas. Los Wuddmer estaban destrozados con la pérdida. Don Gregorio no volvió a salir de su cuarto en seis meses. La casa enorme se escureció y se tornó silenciosa y más fría que nunca. Días y días de llovizna interminable en los que Briceida no vio a nadie en la casa. No se atrevió a entrar al cuarto de sus hermanas, ni a hablar en voz alta, ni a caminar por los corredores.
Cuatro meses antes del primer aniversario viajó Don Gregorio a Europa. Llevó consigo un retrato de las niñas pintado al óleo por el maestro Coloriano Leudo, para que hicieran en Turín la estatua dorada. Volvió a Colombia y construyó el mausoleo. Allí puso a las niñas en los días en que se estaba por cumplirse el primer año de su muerte. En la base de piedra de la escultura, a los pies de la estatua, hizo inscribir la leyenda que hoy, setenta años después, puede leerse todavía. Introduciendo la mano por entre la reja que rodea el monumento y apartando las hojas secas que comúnmente están cubriéndola, se ve con claridad. Dice sencillamente: «Fueron delicias del hogar.»
En el mausoleo debía ser enterrada toda la familia. Sin embargo, Don Gregorio y Amalia no descansan allí. Ambos murieron el domingo ocho de junio de 1924 en un avión Junker de la compañía Scadta, que se precipitó a tierra en Bocas de Ceniza.
Briceida tenía a la sazón veintiocho años de edad y estaba soltera. Lo estaría además el resto de su vida. Era la heredera de un patrimonio considerable, lo que le permitió vivir sin trabajar y sin privación alguna todos estos años.
IV
Doña Briceida puso los dos ramos de claveles entre las piernas de las niñas y las velas encendidas contra la base de la estatua, para que el viento no las apagara. Después de rezar durante unos minutos, hincada de rodillas, se incorporó y advirtió que había dejado de lloviznar. Supo en ese momento, mirando a las niñas de metal dorado, que pronto se reuniría con ellas. Alzó el brazo delgadísimo y tembloroso y con los dedos de la mano tocó a sus dos hermanitas. Después se santiguó y comenzó a caminar hacia la calle.
Cuando llegó a su casa en Teusaquillo no subió al segundo piso inmediatamente, como era su costumbre, si no que se quedó mirando con detenimiento los dos salones de la planta baja. Vio los muebles, los objetos. En el comedor vio la mesa redonda con el florero de cristal murano en el centro y los seis asientos de madera pulida en derredor. Recordó que había sido la mesa de sus padres en el palacio de la calle novena. Había platos colgados en las paredes, pintados con viñetas y blasones. Ella misma los reunió con empeño durante años, pero últimamente no había agregado ninguno nuevo a la colección.
En la sala miró las sillas altas. Con el asiento y el espaldar forrados en terciopelo verde. Recordó que habían sido las sillas de la pieza de su mamá. Había también una mesa de vidrio en el centro, sobre la que estaban dispuestas varias cajitas de madera y dos ceniceros de metal con forma ovalada.
Después de unos minutos pasó a la cocina por una puesta de vaivén. Sosteniendo la puerta con una mano, sin acabar de entrar, miró el piso de baldosín y los muebles de madera dañada recubiertos con barniz blanco. Subió al segundo piso y entró a su habitación.
La única ventana de la habitación daba a la calle y a un parque. Había una cama estrecha en el centro y una cómoda grande de madera fina, en frente, que también había pertenecido a la madre de Doña Briceida. Ella la miró durante unos segundos y después se sentó en la cama. Recordó que en uno de los cajones de la cómoda había todavía algunos vestidos viejos de las niñas y dos muñecas de porcelana con las caritas pintadas.
Lentamente empezó a quitarse los zapatos y a ponerse las pantuflas. Cuando terminó se levantó de la cama y salió del cuarto. Caminó despacio por el descanso y se sentó en un sillón grande que estaba detrás de las barandas de la escalera. Desde el sillón pudo ver el baño que ella utilizaba, grande, frío, y después el piso de madera de la planta baja.
Estaba muy fatigada pero se sentía tranquila. Mientras empezaba a buscar el rosario pensó otra vez en las mellizas. No saber si ahora que se van a encontrar, pensaba, todas serán niñas de nuevo, o si por el contrario, ella será la anciana que es hoy y sus hermanitas unas chiquitas. Es difícil saber cómo arregla Dios esas cosas. De cualquier manera, inclusive si después del viaje ella sigue siendo una mujer mayor, qué gran ilusión será volver a tomar entre sus manos las trenzas rubias y los rostros blancos. Besar las frentes tersas y delicadas. Qué gran ilusión oír que las niñas vuelven a llamarla desde el rosal tupido y vuelven a corretear por los corredores enormes e infinitos. No importa que ella sea vieja y sus hermanitas vayan más rápido. Siempre que no se asusten.
Comenzó a rezar. Se cubrió las piernas con una ruana gruesa y al poco tiempo empezó a adormilarse. Tenía el cuerpo erguido y los tobillos muy juntos. Se quedó con la boca abierta.
Gonzalo Mallarino
Abril, 2021
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El presente cuento contó con la colaboración en el cuidad del texto por parte de María Camila Téllez Millán (Estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia)
Gonzalo Mallarino
Poeta y narrador colombiano nacido en Bogotá, en 1958. Es administrador de empresas con máter en Economía de la Universidad de los Andes. Sus primeros poemas aparecieron en el diario El Tiempo y en la antología Se nos volvieron aves las palabras (Gimnasio Moderno 1986). Ha publicado los poemarios Carmina (1986), Los llantos (1988), La ventana profunda (1995), La tarde, las tardes (2000) y Vara de buscar agua y nueve retratos (2006), así como las novelas Según la costumbre (2003), Delante de ellas (2005) y Los otros y Adelaida (2006), que conforman su trilogía Bogotá (Publicada en MaxiTusquets). Es autor de tres novelas más de próxima aparición en Tusquets: Santa Rita (2009), La intriga del lapislázuli (2010), y Canción de dos mujeres (2016). Ha recibido el premio al Mejor envío extranjero en el concurso literario Javiera Carrera (Valparaíso, Chile, 1986); Mención de Honor en el Concurso Hispanoamericano de Poesía Octavio Paz (Cali, 1988) y Primer Premio en el concurso literario Brantevilla (Bogotá, 1993). Además, ha escrito varios libros de historia sobre el Gimnasio Moderno, colegio en el que fue fundador y director de la agenda cultural durante catorce años.
Otros temas de interés:
Ana Mercedes Abreo O. (domingo, 11 abril 2021 21:37)
¡Hermoso cuento! Gracias Quira por esta publicación, y al autor por narrar estéticamente tristes realidades humanas. Por otro lado, bellísima la fotografía...
ana sofia restrepo saldarriaga (domingo, 11 abril 2021 20:13)
Me encantó el cuento de Doña Briceida. Es un deleite en tan pocos parrafos hacer un recorrido tan sencillo y claro desde la niñez de esta mujer hasta su muerte, conocerla, saber de ella y de su sensibilidad, saber quiénes eran sus padres, sus hermanitas y cómo fue su relación con ellas y otros aspectos relacionados con sus vidas, gustos, intereses y actividades desarrolladas en el tiempo. Me llamó mucho la atención y me gustó, el manejo del tiempo: la trama nos transporta en el tiempo, nos va presentando la historia de vida de Doña Briceida a través del mismo y nos muestra como se detiene en un momento dado, por eventos tan trascendentales como son la muerte de sus hermanas y de sus padres. Gracias por compartirlo. Lo disfruté mucho. Ana Sofía
Luis Alejandro Arango Patiño (domingo, 11 abril 2021 14:17)
Bellísimo. Recuerdo que la primera vez que fui al cementerio y vi la estatua de las niñas rodeada de dulces y juguetes, me causó un gran impacto y pensé, cómo padre que soy, cuan profundo sería el dolor de los padres de las niñas.
María Teresa Perez (domingo, 11 abril 2021 13:55)
Me encanto ! Me transporto a Bogota, al barrio Teusaquillo, en donde vivían unas queridas compañeras de colegio y en algunas ocaciones tome chocolate caliente con Torta !
Doña Briceida, descansa y murió como los justos ! En Paz ✝️