Por Ricardo Suárez Suárez
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A Fausto no le preocupa que esta noche, después de haber recibido un tiro en la cabeza, hace 18 años, lo ataque la epilepsia o la esquizofrenia, lo haga alucinar con monstruos de capas negras. A él solo le interesa que su libro salga a la luz y que sus padres lo acompañen a la librería a ver nacer su primer poemario: “El pequeño Dios de la muerte”.
En la madrugada del 24 de diciembre del 2000, Fausto estaba por empezar su turno como escolta de camiones llenos de pollos que viajaban desde Albán hacia Bogotá. Alistó como de costumbre su dotación: la pistola Colt 9 mm, la escopeta Rémington calibre 12 sin recortar, la munición, el chaleco salvavidas y el libro para disipar la soledad: Nana, de Émile Zola. Era un lector moldeado a fondo y disciplina implícita.
Había prometido a sus hijos que llegaría la noche de navidad con los regalos, en especial la bicicleta de Juliana, condición impuesta por su ex esposa, para poder verlos. Horas antes de salir hacia la capital, llamó a su mamá y le pidió la bendición, algo presentía.
***
Fausto nació en Bogotá en 1971, vive en el 20 de julio con su madre, la señora Mireya, su hermana menor y su padre que se ocupa del taller de carpintería. A los ocho años la literatura se atravesó en forma de castigo. –“Jugábamos en el salón a los carros chocones con los pupitres; como escarmiento la profesora nos obligó a memorizar poemas de la cartilla escolar”–dice sin sonreír –.Grabó en su mente para siempre esas líneas reiteradas que lo motivaron a ser poeta – “Yo nací un día /que Dios estuvo enfermo” – del poema “Espergesia”, escrito por el peruano César Vallejo.
En plena formación, la vida de Fausto se forja en la fragua de la desesperanza, el sufrimiento incesante de que la vida no tiene sentido sin la concepción de la muerte. A pesar de ello, sus versos son el reflejo de su anhelo por vivir. Todas aquellas ideas esculpirán finalmente al autor de poemas humanos, que en sus inicios escribiría:
“Del dolor
permanece el dolor
intacto.
Del recuerdo
no ha cambiado nada
es el mismo sabor
de la orfandad”.
A los 20 años, con su arsenal de versos en la mochila, frecuentaba la Casa de Poesía Silva, los cafés del centro de la Bogotá bohemia, donde presentaban recitales de poetas conocidos e inéditos. Una noche cualquiera en el Café Cinema, leyó esos versos en público al reemplazar a un poeta ausente. En medio de la lectura improvisada y la música protesta, conoció a quienes lo animarían a seguir el camino de las letras: al poeta John Fitzgerald Torres, al maestro y poeta Juan Manuel Roca, a los editores de la revista literaria Ulrika.
Por esos días, los nuevos amigos de Fausto, conspiraban para darle a Bogotá su primer gran festival internacional de poesía. El niño poeta, como lo apodaron, se convirtió en colaborador incondicional del nuevo festival bogotano. Era el todero: mensajero, coordinador de logística y lo más gratificante, el encargado de atender a los invitados. Con orgullo infantil recuerda haber conocido a la poeta María Mercedes Carranza.
Inmerso en su trabajo en el festival de poesía, al tenor de los eventos de literatura, de poesía, incluso de las causas políticas y sociales, encontró la pasión de una amante. Al poco tiempo, la vida en pareja y su temprana paternidad, le exigen ajustar su precario estado financiero. Por esa necesidad impostergable, aceptó el trabajo como escolta con la ayuda de un primo.
Entre tanto, la desesperanza de su existencia y la desolación que impone su idea del mundo, extenderían sus tentáculos hasta experimentar el sufrimiento por lo perdido y la soledad no anhelada. La silenciosa realidad de los conflictos con su esposa, lo forzarían a separarse de ella y de sus hijos Juliana y Sebastián. Fausto no solo escribió, sino que vivenció lo escrito:
“Grabé mi voz
para tener
con quien hablar”
“Dos pequeños
yo y mi sombra
jugamos al escondite
en las hendiduras
de la vida.”
***
Hacia las 2 de la madrugada, la caravana de 4 camiones repletos de pollos salió de Albán. Después de pasar por Facatativá, en medio de la neblina y la soledad de la carretera, fueron atacados por piratas terrestres. –“yo estaba en medio del conductor y del ingeniero de alimentos. Observé que adelante, estaba una camioneta blanca de estacas, atravesada en la carretera. A los pocos segundos escuché un disparo y algo sentí en mi frente” – Continua–“atontado, con el rostro lavado en sangre, me arrojaron a un barranco con la ropa desgarrada, traté de levantarme, fue imposible. Me arrastré y sentí ganas desesperadas de orinar, como pude llegué a la carretera. La policía me auxilio horas después”. Concluye poniendo sus dedos en la cicatriz de su frente, –“esa navidad no me dieron ni oro, ni plata, me regalaron plomo”–.
Nunca perdió la conciencia, “Por eso no me morí” – afirma –, tampoco podían sedarlo. Recuerda el sonido de una sierra y luego los pedacitos de hueso del cráneo cayendo sobre un recipiente metálico, en la sala de cirugía del hospital San José de Bogotá. A Fausto no le pudieron extraer la bala que se fragmentó en su cerebro. El poeta vive con esquirlas de plomo en su cabeza, que se iluminan cada vez que le hacen una tomografía, como estrellas en una noche oscura.
La bala en la cabeza del poeta semiparalizó el lado izquierdo de su cuerpo. El habla y el caminar se afectaron; valerse por sí solo era imposible. Ni la poesía, ni su madre lo abandonarían. María Mercedes Carranza, directora de la Casa de Poesía Silva, al enterarse de la desventura de Fausto, lo animó a seguir en las letras regalándole una beca para tomar un taller, que dictaría el maestro Juan Manuel Roca. Asistió casi todos los viernes de ese año en compañía de su madre a la Casa Silva. Llegaban puntuales a las 6 de la tarde; doña Mireya era su apoyo, no solo para ser cómplice del imaginario de la creación poética en las clases, también para controlar sus desequilibrios emocionales.
En 2004 Fausto convulsionó por primera vez, en la puerta de su casa. Le diagnosticaron epilepsia derivado de las esquirlas de plomo en su cerebro. Perdió progresivamente la capacidad de leer y de escribir; sus lecturas se convirtieron en sufrimiento al no poder recordar nada, le producían migrañas. Entró en una espiral de alucinaciones violentas, –“quería incendiar mi casa, con todos adentro, para que nadie sufriera más” –.
La tragedia Fáustica continúo varios años en el olvido y la soledad, como él mismo dice – “prisionero, creé un universo de epitafios imaginarios, a la medida de mi habitación”. En este universo gravitaba la presencia de la señora Mireya, quien evitó leer los poemas de su hijo por el dolor y el miedo que le producían. Cada mes recogía los medicamentos y llegaba a casa con una de esas bolsas negras de la basura, repleta de pastillas. Fausto tomaba hasta 32 diarias, para la epilepsia, la antipsicótica, moduladoras del ánimo, el antidepresivo, la del sueño, para resistir más la soledad y los deseos de morir.
En 2007, después de una larga espera, por cuenta de nuestro paquidermo sistema de salud, Fausto logró que lo viera un nuevo neurólogo, quien cambiaría la medicación y propiciaría un giro en la vida del poeta. Los ataques de epilepsia disminuyeron. Fausto, espontáneamente empezaría a escribir en imágenes, dibujaba sin cesar, horas y horas, su tema: la obsesión por la muerte.
Eran trazos exagerados de tonos directos. Esos dibujos aparecieron a manera de nuevas metáforas, de resistencia, como terapia y desfogue, sumaron más de setecientos. Pintaba, como dice el maestro Roca, conmovido, –“ciertas pesadillas que vienen de la vigilia y del "sueño de la razón", ese que irremediablemente produce, según don Francisco de Goya, monstruos”–. Vendió pinturas a sus médicos para poder comprar materiales, ganó concursos de artistas psiquiátricos, lo entrevistaron para la televisión y lo llamaron injustamente “El artista del mal”.
Fausto afirma, – “pinto para no matar” –. A pesar de los ataques, conservó su sentido del equilibrio y moderación, pero dueño de un irónico humor sobre el mundo, las cosas y, sobre todo sobre sí mismo. Solo le faltaba superar las infortunadas consecuencias que le había dejado esa estela de violencia complicada y congénita de nuestro país.
El caso de Fausto llegó a las manos de la neuro-psicóloga Diana L. Matallana quien afirma, – “Este hombre, que se convirtió en pintor después de recibir un impacto por arma de fuego en la cabeza, genera una habilidad pictórica donde su pintura es la expresión de la obsesión con la muerte. Su conducta es el resultado del daño de una parte del cerebro que controla, entre otras, las ideas obsesivas, específicamente, las relacionadas con la muerte y la violencia” –.
En Fausto primero fue la poesía. El dolor presente en ella, probablemente proviene de ese lado del cerebro que sabe que él es un signo crudo de la cultura violenta incrustada en nuestro entorno, que es el resultado perverso de la sinrazón. El poeta mexicano José Ángel Leyva es quien mejor describe la poesía de Fausto, cuando expresa, –“Sus poemas nacen del manantial de la desesperanza, de una vida en que la palabra desgracia es el fondo musical de las noticias”–. También reconoce que con Fausto –“nos hermana la tragedia; Fausto no es un poeta exclusivo de Colombia sino de cualquier país donde leer y escribir representa la imposibilidad de recordar y construir una vida en paz con justicia y dignidad”–.
Superado el prolongado e involuntario encierro, Fausto reconquista paulatinamente la capacidad de leer y escribir, ha vuelto a él la poesía. No obstante, poesía y pintura, son portadoras de imágenes afligidas, rabiosas de deseo e infortunio. Ahora con entusiasmo brinda recitales de poesía, elabora ilustraciones por encargo y colabora en Babilonia, la editorial que lo publica. Todo, gracias al amor infinito de su madre y amigos. En él reviven los versos que verán la luz en: “Una elegante postura para morir” y “Morir de un pájaro”; emergen con fuerza y tesón para no dejar que la adversidad lo derrote. Como afirma el poeta Leyva – “Pronto, seguramente, saldrán publicados estos libros de Fausto. Porque en verdad, le pesan los versos como plomo” –.
Hoy 18 años después, con el fantasma de la desesperanza acuestas y el anhelo por vivir, nace el primer libro de Fausto “El pequeño Dios de la muerte” en Luvina, la librería ubicada en el centro de Bogotá, cuyo nombre es un homenaje al escritor mexicano Juan Rulfo. Al lado de Fausto están sus padres, el maestro Juan Manuel Roca, quien escribió el prólogo del libro, algunos invitados y el cómplice de esta travesía literaria, el escritor mexicano José Ángel Leyva, quien ante la pregunta fáustica de "¿En qué país estoy?", dedica el primer poema a Fausto:
“El poeta lleva un tiro en la cabeza”
Pensaba que la muerte no dolía
mas sintió una explosión de dolor en la cabeza
Era un joven intenso de Colombia
Hombre niño viejo
Le gustaba arriesgar el corazón en la ruleta
y jugar a darle sentido a las palabras
a ponerle nombre a los sucesos
que la demencia y el horror definen innombrables
Se puso a revolver las letras del revólver
Se puso el chaleco salvavidas
Alquiló su vida como escolta
¿En qué país estoy? se dijo
cuando la bala le rompía la frente
y se alojaba estupefacta en el cerebro
Nunca perdió el conocimiento
ni la imagen vívida del arma
¿En qué país estoy? interrogaba a los curiosos
el guardaespaldas boca arriba
con ojos de poeta
de mártir
de extraviado
de suicida
¿En dónde sobrevivo? se pregunta
ese hombre cuando escribe
y le pesan los versos como plomo
y le vuelven los nombres de la muerte
¿En qué país, en qué país?
repite la bala estacionada en la cabeza.
Muestra fotográfica de la exposición de pinturas de Fausto Marcelo Avila Avila en Crispeta Galería