Henry Alexander Gómez
Agosto, 2018
Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Fue ganador del Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018) Segundo Premio IX Concurso Internacional Bonaventuriano de Poesía; y las antologías Teoría de la gravedad (2014), publicado en Quito, Ecuador y El humo de la noche rodea mi casa (2017), Colección “Un libro por centavos”, Universidad Externado de Colombia. Es cofundador de la Revista La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente del Pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central.
Nunca, te lo digo,
nunca antes los árboles de la noche
fueron más claros.
El parpadeo de las estrellas
se posó directo en la punta del fusil.
Mi compadre Orozco
atinó a tartamudear alguna plegaria
que quedó grabada para siempre
en un palo de mango.
Entonces las reses mugieron
como el pájaro que ha perdido la forma
y el color, y descendieron
con el viento amarrado a sus lomos.
Fueron tres horas montaña abajo,
hasta la orilla del río Camoa.
Tres horas con los labios secos de Dios
silbándonos al oído
la purga de una canción solitaria.
El agua mojó nuestros pies descalzos,
anestesiados por la semilla del miedo,
pero ya no había caso, digo.
Sólo quedó el río crecido a media noche,
sólo vacas ahogadas,
algunos tiestos buceando la despedida,
y el aliento de la madrugada
que lavaba toda su culpa
cuatro orillas por encima de los muertos.
La sirena que anuncia la tempestad del amor, las cinco cuerdas con las que doblamos y perdimos el mundo, también nos recuerdan la resurrección de las estrellas, el viejo niño que oprime el botón rojo y estalla cuando encendemos la radio.
Es la escalera final, aquella por la que descendemos hasta llegar a las nieves perpetuas que sostienen el cielo: una quemadura de palabras andróginas, el látigo sideral con el que venimos marcados desde el comienzo.
La casa de mis bisabuelos hoy no es más que barro seco,
un puñado de polvo en la hojarasca de los días.
Un pulso primitivo nace al tocar los muros caídos,
la tierra,
quizás un viento antiguo que me trae el ruido de los pasos,
la lumbre serena que escribió batallas y duelos,
la queja,
la duda,
el amor,
palabras en desuso que me atan y me sueñan la vida,
como una estrella que cae y se clava directa en mi espalda.
No tienen la dignidad de la ruinas de Grecia
o el profundo misterio de la piedra en El Cairo,
pero la hierba y el aire,
la casa,
pero un oscuro alfabeto brota de su cauce,
pero una lluvia inasible canta en los escombros,
pero hay allí una historia más humana que Dios.
Abuela muele los rayos del sol,
gira la polea y machaca su maíz.
Una luna amarilla ríe en la sartén.
Un pequeño pedazo de aurora en la boca.
En su viejo molino,
abuela Ana refuta cada una de las teorías
sobre el origen de la luz.
Habité por años aquel estanque perdido
en medio del patio.
Alimenté el corazón del agua, el pozo sin fondo
donde tío Jaime guardaba los peces traídos desde el río.
Fui náufrago sin cielo,
árbol sumergido en la mitad de la tormenta.
Buceé el torrente de hogueras submarinas
y, como Julio Verne,
vi el relámpago de la música adentro de un pez dormido.
Navegar era mi oficio, destejer las raíces del mar,
dibujar en cartas de navegación
las líneas turbulentas de aguas ecuatoriales.
Los bajeles, el sextante,
los peces bañados en el tiempo,
boqueando el alba hasta perecer.
Mi puerto eran las manos de mi madre lavando la ropa.
A Felipe García Quintero
En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.
Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado.
Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.
Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje,
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.
Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.
Eran las mañanas y las tardes. Solía acompañar a mi abuela Ana
a llevar y traer las vacas, del establo al potrero y del potrero al establo.
Íbamos por la mitad del pueblo arreando las vacas
que eran como dedos gordos de Dios.
Yo y mis cinco años y la rama de un árbol haciendo de fusta.
El sol trepaba por las manchas azules de las vacas y en su paso torpe
un aliento desconocido empozaba la sílaba del sueño.
Las piedras, las crestas de los árboles, un puñado de maderos y sus cercas.
Verlas pastar era echar boca adentro toda la paciencia del aire,
como hundir una luna en un enredo de hierba.
Y en los ojos de las vacas un vacío de luz, un misterio lerdo que latía en cenizas
sobre el corazón lento del día.
Mis cinco años, mi abuela Ana y las moscas abriendo huecos
en las primeras sombras de la tarde.
Entonces la vaca Golondrina se fue de bruces al río.
El hechizo del agua le llegó como una soga que halaba su carne
en una cadencia sin tiempo.
Era de ver su júbilo corriendo entre las formas del torrente. Mugía y su voz era un tambor que trenzaba mi garganta. Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del mundo.
Corría la vaca por el río y mi abuela la seguía desde la orilla,
entre los pastos largos y mojados,
llamando desesperadamente su bovino. Cuidado de no ahogarse la vaca loca.
Mis cinco años arreando el sueño de loco de mi abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas.
Hará tiempo de aquello. El río arrastrando esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales, llevándose consigo mis cinco años y las alas invisibles de la vaca Golondrina,
en una ceremonia de bocas abiertas a los muslos de la nada. Navegaba ahora
hechizado el ocaso en una brisa de peces muertos.
Dicen que las vacas
se parecen a los sueños de los hombres tristes, no dejan de rumiar su soledad
en cualquier balcón desvencijado de la vida. En el mañana
o en el ayer, es floración la noche cerrada.
A la orilla, sobre la piedra molida, boquea todavía la vaca Golondrina
tragando tajos de luz. Muge mientras puede.
***
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