Febrero - marzo 2020

 

Henry Jiménez Cuestas

(Bogotá)

 

Realizó sus estudios musicales en la Pontificia Universidad Javeriana y en la Universidad Pedagógica Nacional. Es director Ejecutivo de la Fundación Cantemos; entidad sin fines de lucro que desarrolla proyectos educativos y culturales: Plan Lector COSMOLECTORES, Festival de Poesía de Fusagasugá y Encuentro de Literatura Infantil.  Finalista en el Concurso Nacional de Cuento La Cueva y publicaciones en Antologías del Ministerio de Cultura a través de su programa de escritura creativa RELATA.

 

 

29 de enero de 2…

 

Llevo cuarenta y tres días con sus noches detrás de ti y sin notarlo he perdido la noción de la fatiga. Sigo tus pasos ansiando tu muerte con tal desmañada añoranza que mi sombra se difumina entre las copas de los árboles.

 

Laura tomó un sorbo de su tazón de chocolate, luego, dejó sobre la mesa el cuaderno ajado que tenía entre sus manos y contestó una llamada en su celular.

 

—¡Qué hubo parce! ¡La estamos esperando!

—No puedo ir, no tengo con quién dejar a Tomás.

—¡Qué va, lo que pasa es que usted sigue pensando en ese man!

—Pues sí, para qué le miento.

—¡Camine, marica, no sea aguafiestas! Con eso se distrae un rato.

—En serio… no puedo, doña Rosita no me quiere cuidar el niño hasta que le pague lo que le debo.

—¡Ah! Qué cagada… pero al menos deje de pensar y darle vueltas a ese asunto, ¿Vale? Hablamos luego. Chao.

—Bueno. Chao.

 

Laura se acercó a la ventana que daba a la calle y observó a través de los cristales los grandes nubarrones que presagiaban una nueva tormenta de granizo. Se detuvo un momento en sus recuerdos; aún vívidos. La imagen de aquel hombre retumbaba en su conciencia con la fuerza de un tambor de hojalata. Faltaba un cuarto para las 8:00, así que, se dirigió al cuarto de Tomás, revisó que se hallaba dormidito, lo arropó con la misma dulzura que solía hacerlo y, luego, con el corazón en la mano se dispuso a continuar con la lectura del cuaderno.

 

Los días se suceden uno tras otro y sólo aguardo el momento para estrecharte en mis brazos y ahogar tu respiración. Si, te has convertido en objetivo militar, soy el verdugo de la guardia roja que anhela el sacrificio, soy la hoz de la muerte que cercena tu cabeza.

 

—“Bobo Hijueputa, está meando fuera del tiesto si piensa que me puede amedrentar con esa cursilería barata, pero, deje que lo tenga enfrente para que se dé cuenta de una vez por todas quién es quién”. Enseguida, con el rostro enrojecido estrujó entre sus manos el cuaderno y lo lanzó con toda la fuerza que le era posible, tanto, que por poco rompe el cristal de la ventana. Permaneció por unos instantes allí, impertérrita, sentada en la butaca del comedor. El reloj de pared marcaba las 8:15; bebió otro sorbo de chocolate, tomó un cigarrillo de su bolso, le dio fuego y empezó a darle grandes bocanadas. Un rato después, con la ira aún contenida en sus nudillos observó las hojas del cuaderno que habían caído desperdigadas encima del pequeño sofá-cama, se levantó de la butaca, dio tres pasos y con el aplomo que la caracteriza las ordenó nuevamente. Por momentos pensó en meterle candela, deshacerlo en pedacitos, tirarlo al cesto de basura, pero la curiosidad se sobrepuso a la razón y no encontró más remedio que sentarse en el sofá y continuar con su lectura.

 

Te conozco, te conozco desde siempre, desde lejos, te conozco. He visto tu entrada y tu salida. Sé que duermes con Tomás, porque él le teme a la oscuridad, y tú, para desafiar sus temores le cuentas historias de terror. Sé que te encanta el chocolate, en particular si se encuentra frío, reposado. Sigues la rutina con la prolijidad de un relojero, jamás haces nada que quiebre el ritmo natural de tus días. Eres una mujer fuerte, como ninguna, dímelo a mí, que tuve la osadía de enfrentarme contigo y salí huyendo con el rabo entre las patas, con las huevas pegadas al piso y corriendo por las calles exhibiendo una desnudez de cincuenta y ocho kilos mal repartidos.

 

En este punto hizo un alto y recordó el incidente de la mañana del 11 de diciembre del año pasado. “Resulta imposible olvidarlo”, pensó. Fue un episodio grabado para la posteridad en un video casero que tuvo más de dos millones de visitas en las redes sociales, un número igual o mayor de memes en Twitter, publicado por los principales diarios del país, comentado a través de los medios televisivos, inscrito en las memorias de los movimientos feministas, puesto en escena por pequeñas compañías de teatro callejero, ridiculizado por comediantes, titiriteros, saltimbanquis y cuanto charlatán se le ocurriera hacer de aquel suceso una parodia. Laura contuvo el aliento tratando de ahogar el recuerdo, pero, ¿Cómo olvidarlo? ¿Cómo olvidar que fue ella la protagonista? ¿Cómo olvidar que se expuso ante tantas miradas? —“¡Laura, Laura, ¡cómo fui capaz!”—se dijo.

 

No hay lugar que deje de recordar la mañana que me crucé en tu camino, y si no lo recuerdo por iniciativa propia me lo recuerda la mirada socarrona de algún imbécil. Debo reconocer que, gracias a ti, nada, absolutamente nada ha vuelto a ser lo mismo desde aquel día. Todo cambio es bueno, eso dicen, sólo que éste, para mí fue forzoso, humillante, rastrero; por eso he decidido emplear la poca fuerza de juventud que me resta para eliminar de este mundo y todos los mundos posibles tu presencia.

 

 

30 de enero de 2…

 

Hoy, mientras seguía tus huellas un perro ha seguido las mías, es lanudo, parece una oveja, le he puesto por nombre Gregorio, Gregorio Samsa, yo le digo Samsa, a secas. Ha resultado tan provechosa la agudeza de su olfato que del rebusque entre las basuras sacamos nuestro mutuo sustento. Su compañía es reconfortante, ¿Sabes?, sobre todo en las noches de intenso frío, el pelambre y su calor corporal son un alivio cuando aguardo tu llegada a casa, sentado en la esquina de la calle 22, fumando un cigarrillo y escuchando los estrepitosos ronquidos de mi pequeño amigo. Por regla llegas a las ocho en punto, pasas a casa de doña Rosita, la rechoncha mujer que cuida de Tomás, mientras tú sales a ofrecer golosinas en los buses del transporte urbano. No ganas mucho, apenas para pagar el arriendo de un ruinoso apartamento ubicado en una calle altamente peligrosa. Las putas del lugar te respetan, te admiran, algunas de ellas envidian tu figura, las he escuchado parlotear entre dientes: “¡Con ese culo tan bien torneado esa mujer se ganaría las relucas!” “¿Se han fijado en ese par de tetas?” “¿En esos labios carnosos?” “¿En esas piernas exquisitas, que de tan morenas parecen chocolate?”, “¿En esa cinturita de guitarra?”, “¿Y… del cabello?” “¿Qué me dicen del cabello?” “Lacio hasta la cintura, de un negro profundo” “¿Y sus ojos?”, “¿Ya han visto esos ojos?” Son como dos faros resplandecientes en medio de una noche tempestuosa. Bueno, lo de los faros lo digo yo, cada vez que recuerdo la forma en que me mirabas, mientras halabas de mis cabellos como quien zarandea un bulto de papas, ordenando a bocajarro que me desnudara, allí, en medio de la calle, a vista de todos los curiosos que prestaban su concurso para abuchear, azuzar, aplaudir el arrojo de una mujer que ponía en ridículo a su agresor, colocándolo en la más penosa de la situaciones, con la convicción inequívoca que tendría que obedecerte, de lo contrario, lo que me correría pierna arriba sería la golpiza jamás dada a un ladrón en plena vía pública.

 

Anoche por azar encontré un pedazo de segueta, no soy experto en la fabricación de armas corto-punzantes, pero, me las arreglé como pude, le fabriqué un cabo en madera, la afilé contra el borde de los andenes mientras escuchaba la música que salía despedida de los bares y cantinas: Frankie Ruiz, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Oscar de León, Buena Vista Social Club con su típico Chan Chan.En fin, la lista era interminable, fue una noche de sonido bestial armonizado por el repiquetear de la hoja de segueta afilándose contra el asfalto. En todo ese tiempo no hice más que imaginarme el filo de la segueta cortando tu garganta, la sangre deslizándose por tu camisón negro, el brillo de tus ojos claros apagarse a contraluz por el resplandor de las farolas de la calle, y el grito desgarrador de tu voz por la imposibilidad de pasar a recoger a Tomás.

 

Laura hizo a un lado el cuaderno, fue al cuarto del niño y revisó que continuase dormido. Pasó una ojeada por su habitación; observó el afiche de Woody, ornamentado con un gran bigote que parecía brotarle de su nariz aquilina, y en su chaleco de vaquero cowboy la inconfundible estampa del escudo de Millonarios.Luego, pasó a recoger el desorden de útiles que había dejado el niño regados en el suelo, apagó la lámpara que dejaba traslucir pescaditos de colores sobre las paredes y antes de salir le descargó un sonoro beso en sus mejillas.

 

Las pocas líneas que acababa de leer no lograban amedrentarla, intuía de algún modo, eso sí, que el autor de esas palabras no estaba jugando. Unos minutos después, cuando el reloj no marcaba las 10:00 de la noche, aún con el vivo recuerdo de esta mañana rebotando en su cabeza, confundida, nerviosa, pero resuelta a todo, se acomodó de nuevo en el sofá, abrió el cuaderno y continúo...

 

 

31 de enero del 2…

 

En esta ciudad contrahecha y mortal no llevo más prisa que la que puede sobrellevar en su lomo mi querido amigo Samsa. Tal vez por esa manía loca de ver pasar los días, quizá por lo gregario que resulta mí forma de vivir, he postergado una y otra vez el día señalado para tu muerte. Te sorprendería saber lo sencillo que es asesinar a una chica como tú. He leído y escrito tantas y tantas historias sobre crímenes cometidos contra mujeres que imaginarme el tuyo hecho realidad se me hace en verdad verosímil.

 

 

1 de febrero del 2…

 

Hoy en la mañana vi a doña Rosita caminando por la calle, iba de la mano con Tomás, el chico como es habitual, traía puesta su camiseta azul y su cachucha de BuzzLightyear, que, por cierto, le van lo más de bien, compraron víveres donde don Pechugas, el viejo tendero de la cuadra; un viejo mañoso, con cara de pepino y una nariz con la cualidad de discernirlo todo. Pechugas o, José Vicente, su nombre de pila, no pierde ocasión para masturbarse detrás del mostrador cada vez que ve pasar de soslayo el culo de Marilyn por el frente de su tienda. En las noches, cuando los rumores azotan las paredes de su negocio se desbanda diciendo que, una vez presienta el final de su partida, pagará los $30.000 pesos que cuesta echarse un polvo con Marilyn, hundirá su narizota en ese descomunal trasero y se despedirá de este mundo con el regusto del olor de las aceitunas. Lo cierto de todo esto, que poco o nada me interesa, es que el recuerdo de mi pequeño Mateo revivía materializado en el cuerpo de Tomás; verlo caminar pegando pequeños pinitos, entrecruzando sus piernas y silbando como un turpial en espera de la primavera, me traía a la memoria la viva imagen de mi Peque: su sonrisa de oreja a oreja cuando me veía pasar por la puerta principal, los paseos en bici por la ciclovía, su cara de asombro al oír las historias de las Mil y Una Noches a la hora de dormir; en fin, es un recuerdo del cual he querido prescindir en todo este tiempo de vida precaria, estéril, y mal gastada. Absorto como me hallaba en mis ensoñaciones, una voz grave y un golpe seco de su mano sobre mi hombro derecho me trajo polo a tierra.

 

—¿Parcero, qué hace? —dijo el hombre mientras hurgaba sus dientes perfectos con un palillo. —¡El tipo tenía jeta de gusano baboso! Su mirada corrosiva me decía en vivo y en directo; “Me cago en tu puta madre”. Samsa no le quitaba el ojo y de cuando en cuando le pelaba el diente.

—¿Qué le importa a usted lo que yo haga o deje de hacer? —Dije.

—No se haga el huevón conmigo. —Añadió sin dejar de hurgarse los dientes para luego rascarse el culo y expulsar un enorme gargajo que hizo una espiral en el aire y cayó a tres metros de distancia.

—Usted es el tipo al que una vieja en plena calle le dio una paliza ¿O, ya no se acuerda?

—Claro que me acuerdo, pero, ¿Eso que tiene que ver con usted?

—Mucho, ya verá, pero fresco parce…venga, ¿Le provoca un aguardientico?

 

 

 

Entramos a la tienda de Pechugas, pidió media de “Yo Me Mato” y un par de copas descartables. Después de empacarse cuatro copas dobles me convidó a bajar por la calle 22. Llegamos al tradicional parque La Concordia. Allí se acomodó en una banca, sacó todo lo que traía en sus bolsillos: cajas de fósforos, cigarrillos, papeletas de basuco, su media de “Yo Me Mato”, una pipa artesanal y un pequeño radio transistor; luego, sin mediar palabra dijo.

 

—Yo sé bien lo que se trae entre manos.

—¿A qué se refiere? 

—Me refiero a que después de la revolcada que esa vieja le dio, usted no ha hecho otra cosa que seguirla, la ha seguido de día y de noche, conoce todo de ella, hasta el más mínimo detalle, lo sé porque estos ojos lo han visto. No se ha atrevido a hacerle daño porque le teme, está cagado del susto, en otras palabras, usted es un pobre diablo, por eso quiere desquitarse de ella dónde más le duele, con Tomás, esa es la razón por la que esta mañana no le quitó los ojos de encima al chino.  ¿No es verdad? ¿Dígame que estoy equivocado? ¡Vamos...!

—No tengo nada que decir.

—¿Se da cuenta? Vea Parcero, no pretendo hacerle daño, si estoy aquí, es porque quiero proponer algo que le va a sonar, de hecho, usted ya lo ha pensado, lo leí en sus ojos esta mañana. Para que me entienda, escuche. Yo tengo mi rollo con la misma que le dio su revolcada por huevón. La cosa marcha bien entre los dos, solo tengo un pequeño problema: el mocoso de Tomás, su hijo. El chino me cae como una patada en el culo, llora cada vez que estamos juntos, da unas pataletas que me hace rechinar los dientes de la piedra.Lo peor de todo, es que las pataletas se le ocurren justo cuando me quiero echar un huevo con ella ¿Me entiende? Y luego se ríe en mi cara el infeliz. En resumidas cuentas, es un completo estorbo, cada día que pasa se vuelve más insoportable, todo lo que hace, lo hace nada más que para fastidiarme, le divierte hacerme la vida imposible... la verdad, no quiero ese mocoso a mi lado cuando me la lleve a vivir conmigo; una obsesión que me ha acompañado desde el día en que la vi. ¿Me comprende ahora?

—No…

—Vea, gonorrea no se haga el que no entiende nada porque la revolcada que le pegó Laura, no es comparable con la que le voy dar yo por marica. Usted bien sabe a qué me refiero: desaparecer a Tomás.

 

Laura soltó el cuaderno que sostenía entre sus manos, se incorporó; dio un salto hasta quedar frente a la pared y con sus puños la emprendió contra la superficie blanca, rugosa.

 

—¡Mamá!

—Tomás, ¿qué haces levantado de la cama?

—Escuché ruidos.

Laura posó sus redondos ojos en los ojos del niño.

—Vamos a la cama mi amor, ya es tarde

—No tengo sueño.

—¿Sabes?... por ser sábado te dejo ver una peli, ¿Cuál quieres ver?

—TOYS TORY.

—Esa ya la has visto más de 20 veces.

—A mí me gusta.

—Bueno, como quieras, pero ven, vamos a la cama que hace frío.

 

 

2 de febrero del 2…

 

He Tratado de poner en orden, detalle a detalle en estas breves notas todos los momentos vividos recientemente porque marcaron de la forma más abyecta e inimaginable mí trastocada realidad.

 

Como era natural, Samsa pasó parte de la noche roncando, solo se sobresaltaba al escuchar algún ruido extraño, dejaba salir uno que otro ladrido, se enroscaba como una oruga y seguía su siesta tranquila y sin preocupaciones. Esa cosa sin nombre, como lo apodé en mi interior, seguía resoplando humo y alzando el codo para empacarse copas de aguardiente. Pasaron varias horas antes de que reanudara su conversación, sólo cuando su estado de paranoia estaba en su punto más crítico se decidió a hablar. Comenzó por explicarme con lujo de detalles todos y cada uno de los pasos a seguir en su empeño por desaparecer a Tomás, por eliminar ese estorbo de su vida. Pensé que alucinaba, que jugaba conmigo; sin embargo, pese a lo confuso de su parloteo, sus expresiones, sus ademanes y toda esa serie de mensajes encriptados en sus palabras me hacían pensar en la seriedad de sus planes. 

 

Su desatinada proposición, por absurda que me pareciera, me hizo revivir lo que a fuerza de andar en las calles había pretendido erosionar de la memoria. Entonces las imágenes se mostraron amargas, desencajadas, pero con la arrogancia de avivar todo el horror de un mal recuerdo. Minutos después, estaba con la cobija terciada en mis hombros, —la misma que siempre cargo en una bolsa plástica para protegerme del frío intenso de las noches—de espaldas al hombre, con una meada interminable. Luego fijé la mirada en la tormenta eléctrica que se perfilaba a lo largo y ancho del firmamento. Allí, en silencio, dándole vueltas a mi cabeza, con el recuerdo de mi peque, su risa dispersada por el viento, tal vez a manos de un animal grande, una bestia negra, igual o peor a la que se hallaba a mi espalda, me hizo pensar en lo definitivo; empeñar mi conciencia hasta suprimirla. Luego, sin titubear ni un segundo, hundí mi mano izquierda en el bolsillo de mi pantalón. Si, allí permanecía ese objeto preparado con esmero durante largas y tediosas noches de insomnio. Tanteé su frío, su peso, su acero cortante, di unos pasos hasta quedar de cara al resoplador de humo, y sin parpadear, sin dejar que notara alguna señal, me abalancé sobre su cuello; enseguida, tan sólo oí, o quise oír, no lo sé, el chasquido del corte de la segueta sobre su carne cetrina, un corte profundo, certero a su yugular.

 

—Hijueputa. —Dijo. Luego, con las manos temblorosas tomó su celular y marcó un número telefónico. 31045900…

—¡Conteste! ¡Marica!, ¡Conteste!, ¡Por favor!...  “Sistema correo de voz, tendrá cobro a partir de este momento, guarde su mensaje al oír el tono”.

—Hijueputa. —Dijo nuevamente, pero, en esta ocasión se denotaba en su voz la rabia, la angustia, la incertidumbre. Volvió a insistir. 31045900…

—Aló, ¿con quién hablo?

—Conmigo marica… conmigo.

—¿Qué pasó, Tomás está bien?

—Sí, sí, sí, él está bien, pero necesito que me haga un favor urgente.

—¿Se da cuenta de la hora que es Laura? ¿Qué puede ser tan urgente para que me despierte a la una de la madrugada?

—Llame a doña Raquel y averigüe por Marcos.

—¿Está loca, o qué? Esa vieja me manda pa’la mierda si la llamo a esta hora.

—¡Por favor, se lo ruego! ¡Llame y pregunte por Marcos!

—¿Por qué?, ¿qué pasa?

—Mire, Ahora no le puedo dar explicaciones, solo llame y vuelve y marca.

—Está bien, pero, eso sí, luego me cuenta qué es lo que está pasando, ¿Está claro?

—Vale ¡Pero hágalo ya… por favor!

—Bien, chao.

—Chao.

 

 

 

Los minutos se hacían interminables, Laura prendía un cigarrillo tras otro, recorría cada rincón de la pequeña sala comedor con el rostro exangüe y la mirada perdida, hasta que sonó su típico ringtone. —Por fin. —Se dijo.

 

—Aló

—¿Qué hubo?  ¿Llamó?

—Sí

—¿Qué le dijo la vieja Raquel?

—Laura... a Marcos lo mataron… Aló… Aló… ¿Laura… sigue ahí? ¿Me oye?

—Sí, sí, la oigo… ¿Pero… que más le dijo la vieja?

—Nada, sólo eso, luego colgó ¿Me quiere decir qué está sucediendo? ¿Por qué está tan nerviosa? ¿Usted sabía algo de lo que le pasó a Marcos?

—Sí, y no.

—¿Me quiere explicar?

—¿Recuerda lo que le conté, que ayer en la mañana por poco me atracan de no ser por el mancito ese a quien yo le había dado una paliza?

—Por supuesto, cómo olvidarlo.

—Bien, aún no le he contado todo. Cuando el tipo estaba tirado en el piso, con el puñal hundido en su estómago, me lanzó una mirada que jamás voy a poder olvidar en mi vida. Traté de auxiliarlo, me daba lástima verlo allí, malherido, chorreando sangre a borbotones y abandonado a la buena de Dios. La verdad, estaba confundida, no entendía nada ¿Qué hacía ese tipo ahí? ¿Por qué quiso impedir que me atracaran?  ¿Por qué se interpuso en el camino entre el ladrón y yo? Todo fue tan extraño marica, verdaderamente extraño. Permanecí allí, al lado de ese hombre todo el tiempo que fue necesario hasta que llegó la ambulancia. Minutos antes que lo subieran a la camilla me pidió que le acercara una bolsa plástica que se hallaba tirada en el piso, sacó de la bolsa un cuaderno viejo, me lo entregó en las manos sin quitarme la mirada y enseguida dijo con voz débil; “léelo, por favor, lee lo que está escrito en él”. En todo este tiempo no he hecho otra cosa que leer ese maldito cuaderno, y viera todo lo que allí se dice. El resto usted ya lo conoce, que se lo llevaron para el hospital de la Samaritana.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de Marcos?

—Mucho. Si le contara.

—Paso más tarde a su apartamento y me cuenta bien todo, ¿le parece?

—Listo, fijo la espero.  Discúlpeme la molestia.

—Fresca, no se afane. Chao

—Chao

 

Minutos después, recostada en su pequeño sofá-cama, pensativa, con sus brazos en el regazo y la cabeza apoyada sobre las rodillas, se reprochó lo estúpida que había sido al permitir que un tipo como Marcos, se le acercara. Sus sentimientos eran confusos, torpes, pero con cierto dejo de tranquilidad; su pequeño dormía a pierna suelta del otro lado de la pared. Una pregunta irreductible la seducía ¿Quién era el hombre detrás de esas palabras que le había destemplado los nervios y sacudido el polvo debajo de sus pies? Y, animada por un impulso natural tomó el cuaderno con la firme intención de concluir con su lectura.

 

Debo reconocer que mis movimientos fueron rápidos, contundentes, sólo advirtió la gravedad de su herida cuando se llevó una de sus manos al cuello. En seguida, se incorporó con torpeza, las piernas le temblaban; creo yo, producto de su borrachera, trató de lanzarme un golpe, sin embargo, la fuerza de gravedad le ganó a su peso corporal y cayó de rodillas. Después quiso lanzarse en insultos conmigo, pero sus palabras apenas fueron mustios chasquidos que se perdieron en la bruma. Samsa estiró sus patas, sacudió su pequeño cuerpo para librarse de la pereza que lo acompañaba y, sin más, me lanzó una mirada desde sus ojos castaños y dijo: “ya estuvo bueno, ¿No? Es hora de partir”. Y, efectivamente partimos de allí. Tomé mis pocas pertenencias, salimos del parque a paso lento dejando al hombre que se quedaba con la mirada clavada en el piso, una mirada que en pocos minutos se le extinguiría de una vez y para siempre. Recogimos los pasos hasta llegar a la tienda de Pechugas, nos resguardamos debajo del alero mi pequeño amigo y yo, pues, el jaleo de las piedras de granizo comenzaba a hacerse notar sobre los tejados. Mientras permanecía allí, con el perro a mi lado y escribiendo estas notas, tuve la sensación de ver al resoplador de humo, parado en una esquina, aspirando el humo de su pipa y lanzándome su típica e inigualable mirada —“Me cago en tu puta madre”—, luego se sorbía uno de sus gargajos, lo expulsaba al aire, éste formaba una espiral y caía en el asfalto a tres metros de distancia. Me sentía estúpido, pese a todo, esa imagen se repetía una y otra vez en los lugares más inesperados: en los muros de las casas de citas, en las puertas y ventanas, en el monumental trasero de Marilyn, que se batía de un lado a otro tratando de guarecerse, en las piedras de granizo, en los pequeños riachuelos que se formaban e iban a parar a los desagües, no hubo un sólo rincón donde su rostro no se apareciera a perturbar el breve tiempo que restaba para el amanecer.

 

 

3 de febrero del 2…

 

Hoy, siendo casi las 7:30 de la mañana, sentado en la esquina de la calle 22, aguardo tu salida. Por costumbre los días sábados te levantas un poco más tarde, te agrada permanecer debajo de las cobijas y ver un poco de TV al lado de Tomás. Pienso en ti, ¿sabes? en el esfuerzo que haces a diario para forjarle un futuro al chico en medio de un mundo que se derrumba a pedacitos. Admiro ese coraje, yo hubiese querido tener el mismo después de perder a mi pequeño. “La vida te da sorpresas”, dice el tema de una canción; decir que fue una sorpresa cruzarme en tu camino se quedaría corto, ya que moviste el piso quebradizo en el que me hundía, sacudiste los cabellos que sofocaban mi respiración, la ira contenida en mi pecho se ha evaporado como escarcha. Es extraño, pero, aunque sienta la ausencia adherida a mi piel me impulsa un deseo incontrolable de emprender un rumbo nuevo. Un rumbo del cual lo desconozco todo, y del que no tengo ni la más remota idea de cómo empezar. En definitiva, quiero cerrar este capítulo con un simple gesto: darte la cara, mirarte a los ojos, sin miedo, sin resentimientos, solo mirarte, tan solo eso, luego, dar la vuelta en redondo y desaparecer.

 

“Desnudo soñando una noche solar.

He yacido días animales.

El viento y la lluvia me borraron

Como a un fuego, como a un poema”. A.P

 

El silencio se filtró por entre los cristales, Laura dejó el cuaderno a un lado y se quedó por largo rato con esas palabras revoloteando en su cabeza, tomó un sorbo de su chocolate frío, se dirigió al cuarto de Tomás, se recostó a su lado y trató de conciliar el sueño. Los minutos iban pasando sin que ella lograra despegar sus ojos de la pared blanca, rugosa, una pared que por momentos se convertía en pantalla de cinematógrafo y proyectaba imágenes de un reciente pasado: Tú, de la mano con Tomás, caminando por las frías calles de la ciudad sin un lugar donde reposar la cabeza. Te sorprende la llamada de una vieja amiga que te brinda como único remedio a tu desamparo un viejo apartamento por unos cuantos pesos al mes. Toleras con enfado las insinuaciones morbosas de un viejo tendero para que te deje entrar en su selecta lista de deudores morosos. Das tus primeros pasos en una de las profesiones con mayor competencia en estos días; la del rebusque, constante y sin tregua. Le abres las piernas a un tipo del cual no conoces nada, un error que por poco te cuesta que te priven de lo que más amas en este mundo. Descargas tu impotencia, tu fragilidad, en las carnes de un pobre diablo. Te ves cegada por el brillo de un puñal que pretende cercenarte el cuello. Esquivas el lance de ese puñal que te pasa de refilón. Miras cómo un hombre emprende la huida a trompicones y se pierde entre la multitud. Tu angustia, tu terror, al ver el puñal incrustado en el abdomen de un hombre; que, por cierto, es un hombre que te ha dejado un pésimo recuerdo. Sientes unos ojos castaños que no paran de mirarte y procuran morderte las pantorrillas. Recibes en tus manos un cuaderno ajado, un cuaderno que se quedará grabado en tu memoria, luego, escuchas el crepitar de una ambulancia que se pierde a lo lejos.

 

 —Mamá.

—¡Mi vida, te despertaste!

—Ma, tengo hambre.

—Que bien, porque pienso preparar un delicioso desayuno: huevos revueltos, tostadas con mantequilla y una buena taza de chocolate calientito, ¿Cómo te parece?

—¡Rico!

 

Un sol incendiario comenzó a deslizarse sobre las calles, en pocos minutos la escarcha de granizo se había desvanecido por completo y su recuerdo apenas era un tenue vaho que empañaba las puertas y ventanas de las casas de citas. Con el estómago satisfecho, Laura vistió al niño con su camiseta de Millonarios, su cachucha de BuzzLightyear, pantalón corto y sus zapatos tenis. Tenía en mente algo, encarar al hombre, cerciorarse que ya no era un peligro, ni para ella, ni para Tomás y, de paso, tener un gesto de humanidad: compraría unas manzanas, un ramillete de uvas y se las llevaría como prueba de su agradecimiento, de su buena fe. Durante el trayecto, Tomás no cesó de preguntar los motivos que los llevaban al hospital, ¿Para qué visitar un desconocido? eso le parecía extraño, lo desconcertaba; sin embargo, la sola idea de conocer uno por primera vez, le excitaba y le hacía correr de aquí para allá simulando el crepitar de las ambulancias. Minutos después, madre e hijo se hallaban enfrente de una enfermera que producía unos estallidos horrendos al masticar un chicle en su boca.

 

—¿Cómo se llama el paciente?

—No lo sé

—Si no lo sabe, ¿Cómo pretende que la pueda ayudar?

—Mire, es un hombre que trajeron ayer por herida de arma blanca.

—Señorita, ¿usted sabe cuántos hombres ingresan a diario en este hospital con esas mismas lesiones? La verdad, no veo cómo pueda colaborarle.

—Sumercé, de pronto la hora. Si no estoy mal, debió ingresar a eso de las 10.30 de la mañana ¡Por favor, ayúdeme!

La mujer frunció el entrecejo, se caló sus gafas que parecían dos culos de botella, tomó un cartapacio de papeles y revisó con detenimiento.

—Veamos… efectivamente señorita, un habitante de calle fue ingresado ayer sábado a esa hora, con una herida de puñal. Lamento informarle que el hombre falleció hoy a las 6.25 de la mañana. Lo siento.

 

Laura respiró hondo, en silencio observó cómo la enfermera le daba la espalda para responder a otros visitantes; finalmente, tomó de la mano a Tomás, que se hallaba atontado de ver tantas blusas blancas en un corre corre incesante. De regreso a casa, confundida, y, con la sensación de lo ominoso que había sido todo este episodio en su vida, percibió que unos ojos castaños no le quitaban la mirada.

 

—¡No joda!¿Usted otra vez?

—¿Quién es mamá?

—No lo sé, supongo que un viejo amigo.

—¡Está lindo tu amiguito! ¿Lo podemos invitar para que vaya al apartamento?

—No veo por qué no.

—¿Cómo se llama?

—Si no me falla la memoria, creo que se llama Gregorio, Gregorio Samsa, pero, le podemos decir Samsa, a secas.

 

FIN

 

 


 

 

 

 ***

 

 

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