María Tabares

(Bogotá, Colombia)

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Diciembre, 2017

 

Poeta y narradora egresada de la Escuela de Escritores de México, SOGEM. Ha formado parte de talleres de poesía, narrativa, dramaturgia y guión en España y México, y ha sido publicada en revistas y antologías en Colombia, Ecuador, México y Francia. 

 

Publicaciones y reconocimientos: 

Las Poetas del Megáfono, México, 2008. Y cae y suena y nos invade. Segundo lugar. Museo Rayo y Ediciones Embalaje, Colombia, 2010. La luz, poemas de sombra. Premio Nacional de Poesía. Museo Rayo y Ediciones Embalaje, Colombia, 2011.

 

La tortuga feliz (libro de artista), La Diéresis Editorial Artesanal, México, 2012.  Cuento Cinco minutos. Tercer lugar. Concurso Nacional de Cuento, Fundación La Cueva, Barranquilla, Colombia, 2012. Los Sombra. Mención de Honor. Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá, Colombia, 2013.  Álulas,  Editorial El Ángel Editor, Ecuador, 2014. Sinfonía. De mi sangre nacerán pájaros, Colección Pez en el Agua, Editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana, México 2017.

 

SANTIAGO RODRÍGUEZ

 

Esa mañana, a las ocho y media, Santiago Rodríguez, un joven de veinticinco años abrió los ojos. Sentado en la cama  se puso las gafas que usaba para ver el mundo. Recordó la noche anterior, el beso con la rubia. Se bañó silbando, se vistió. Con la chaqueta negra de cuero puesta fue a la cocina, preparó un café y se sentó en la sala. Encendió un cigarrillo. A la primera bocanada cerró los ojos y contó el número de horas que había dormido: “Desde la tres hasta las ocho y media, cinco horas y media; buen tiempo”, concluyó. Sin embargo, se sentía un poco somnoliento.

 

Pasado el medio día dormitaba en la sala cuando sonó el teléfono. Con los ojos cerrados pensó que podía ser la rubia y percibió el olor amargo del cigarrillo. Tiene ahora algunas canas y su cuerpo es más ancho. Él no lo sabe. Siente un poco ajustada la chaqueta y piensa que tal vez la compró más pequeña de lo debido. El teléfono no para de sonar. Contesta. “Listo”, responde. “Allá nos vemos”. Maldice al colgar. Se lamenta de que la llamada no haya sido de la rubia sino de Carlos, su amigo. La cita al caer la tarde.

Comienza a oscurecer y el bar está lleno. Santiago Rodríguez se sienta en una mesa de un rincón y enciende un cigarrillo. Sus dedos índice y corazón se observan amarillos. Pide una cerveza. 

 

En la mesa vecina hay sentada una muchacha. Es rubia. Viste una camiseta ajustada. Al verla Santiago imagina sus senos. Lamenta que no sea la rubia de ayer. Ella ve sentado en la mesa vecina a un viejo de dedos amarillos que le sonríe con lascivia. Siente asco. Dice a los otros de la mesa: “Qué tal el viejo verde ese echándome los perros”. Santiago alcanza a escuchar sin comprender por qué lo llama viejo verde. Todos en respuesta lo observan con repudio.  

 

Ha pasado más una hora y Carlos cruza la puerta. Presupone que Santiago se ha ido cansado de esperar. Sin embargo, por si acaso, lo busca con la mirada. Ve en una mesa al fondo a un hombre que se le parece mucho. Tienen el mismo porte, las mismas gafas. La misma manera de fumar. Pero no es él. El hombre tiene el pelo blanco y es mucho mayor. Al menos debe tener cincuenta años. ¡Cómo se le parece!, piensa. Si él no supiera que el padre de Santiago murió hace años juraría que es él. Se dirige hacia la barra. Tras el mostrador, en el espejo, no alcanza a ver al hombre. Pide un whiskey. Con el vaso en la mano gira su cuerpo y regresa los ojos a la mesa del fondo. El hombre ya no está. A su izquierda, la puerta del bar se cierra. Santiago se ha ido, cansado de esperar. Carlos ocupa la mesa y sonríe a la muchacha. La rubia le devuelve la sonrisa.

 

En la calle, el frío de la noche se cuela entre los huesos. Santiago camina con las manos a la espalda y el cuerpo encorvado hacia adelante. Se siente muy cansado. De camino a su casa, piensa en todo y en nada, sin ver a los jóvenes que se cruza en su camino. Ellos tampoco reparan en él.

 

Son cerca de las doce y falta poco para que acabe el día. En su casa, Santiago Rodríguez entra al baño y ve en el espejo a un anciano desnudo que lo observa. Sabe que sólo él está en el baño. Sí, que sólo él está frente a ese espejo. El anciano lleva sus mismas gafas. Observa la mano temblorosa ir hacia su rostro. La mano se detiene. Por un instante no avanza ni retrocede. Cuando continúa, se dirige a las gafas y se las quita. Santiago Rodríguez desaparece del espejo. 

 

Fuera del baño, en la habitación, sobre la mesa de noche se observa un cenicero repleto de colillas y un paquete arrugado con un último cigarrillo.  En la única silla de la habitación cuelga del espaldar una chaqueta de cuero negra.  Apoyado a las paredes, un anciano busca el camino de regreso hacia su cama.

 

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