Luz Mary Giraldo
Julio, 2018
Poeta, ensayista, antóloga y profesora universitaria, con varios premios nacionales e internacionales, entre ellos: Gran Premio Internacional de Poesía en Curtea de Arges (Rumania 2013), Premio Nacional de Poesía de la Casa Silva (2011), Premio Internacional LASA-Monserrat Ordóñez (USA 2012), Premio Internacional de Ensayo Pensamiento Latinoamericano Convenio Andrés Bello (2000). Es autora de los libros de poesía: IL VOLTO NASCOSTO DELL’AMORE (El rostro secreto del amor, 2017), De artes y oficios (2015); Llévame como un verso –Poemas del exilio- (2011); Sonidos en la luz (2009); Postal de viaje (2004); Hoja por hoja (2002); Con la vida (1997); Camino de los sueños (1981); El tiempo se volvió poema (1974) y de las antologías personales Diario vivir (2012) y Canto de pájaros (Biblioteca Digital de Bogotá 2015.
(Fragmento)
El compromiso es hondo se desgarra al yo poético. En el blog de Maruja Vieira se destaca lo siguiente: “¿Cincuenta años de guerra? Un poco más. Para mí esta guerra que aún sufrimos empezó al medio día del 9 de abril de 1948, en el momento en que una voz angustiada avisó a través del teléfono que habían matado a Jorge Eliécer Gaitán” (www.marujavieria.com). Y como conciencia de la historia escribe el poema “Los desplazados”, transmitiendo ese profundo sentimiento de abandono en el anonimato que distingue ese vivir con el pasado a cuestas, en el limbo, queriendo reinstalar la parcela en el nuevo lugar: “Llegaron cantando y sembraron/ en el cemento árido. / Celebraron los ritos del amor/ y del respeto a las semillas. // A cada una/de las parcelas que inventaron / le pusieron el nombre/ que dejaron atrás, en el campo.// Ahora fue así. ¿Y mañana,/ cuando sepan que no los vieron,/ que no los escucharon,/ que no los olvidaron?/ Mañana…”.
Imposible guardar silencio ante el dolor causado por la guerra, parecen decir algunas autoras de poesía, al dar testimonio de lo que ha sido una manera de caminar a ciegas, según Luisa Fernanda Trujillo (1970). No queda más remedio, dice, que remojar los trapos en palabras y señalar que un atado de vida agonizante se hace ramo// en los troncos secos del follaje// en la tierra apretada y endurecida/ de muertos desmembrados// encadenados todos los nombres, mientras ve enmudecer los pájaros, cerrar los ojos y rasgar la tierra con las uñas, y el yo poético se pregunta dónde estará la senda de retorno// entre tantos pasos/ sin nombre/ /entre tanta fosa común// sobre el asfalto.
Mery Yolanda Sánchez (1956) muestra diversas formas de la guerra en sus poemas, en los que con profundo desgarramiento grita y nombra la violencia al destacar el aliento del miedo, el luto, la sangre imposible de lavar en ese país donde hasta la ropa duele, se oye la última queja de los muertos y los disparos son la partitura/ del himno nacional. Es tan dura la muerte en estos poemas, que la realidad pasa como una ráfaga: “No alcanzaron a sentir miedo. Cuando los cortaron el dolor llegó primero, la boca de la bota en la cara. Pronto el susurro de la sierra fue lejano”. Y el dolor se asocia al Viacrucis, como cuando dice: Te arrastrarás por el peso de la culpa y el piso será espejo de tus siete caídas. Te arrastrarás con tu sangre en el vaso de los asesinos.
Es lo que también se ve en “Cuestión de estadísticas” de Piedad Bonnett (1951): Fueron veintidós, dice la crónica./ Diecinueve varones, tres mujeres,/ dos niños de miradas aleladas,/ sesenta y tres disparos, cuatro credos,/ tres maldiciones hondas, apagadas,/ cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,/ cuarenta y cuatro manos desarmadas,/ un solo miedo, un odio que crepita,/ y un millar de silencios extendiendo/ sus vendas sobre el alma mutilada. El cierre es rotundo: enumera el suceso hasta llegar al silencio colectivo y a la convicción de que como los cuerpos desmembrados, también el alma está profundamente mutilada. Es irónica la muerte natural en esta guerra, como dice en “Mapa”, donde ésta va multiplicándose en cualquier lugar: un hombre muerto/ con un nombre inservible como un cántaro roto” es uno, dos, tres, en fin, “sin talismán, sin aire, sin esperma/ un hombre sin domingo por la tarde/ muere a las dos y media/, muere tres veces hoy y seis mañana.
Sobre El canto de las moscas (Versión de los acontecimientos), el desgarrador libro de María Mercedes Carranza (1946-2003) que el poeta Mario Rivero consideró “un doloroso parte de guerra”, son significativos los lugares poetizados, escenarios de la geografía nacional que fueron territorio paramilitar y donde sucedieron espeluznantes matanzas. En ellos se grita por la patria herida y por la muerte interior, como cuando en “Soacha” dice con inquietante ironía: Un pájaro/ negro husmea/ las sobras de/ la vida. / Puede ser Dios / o el asesino:/ da lo mismo ya. Temática presente también en algunos poemas de Beatriz Vanegas Athías (1970), como cuando refiriéndose al Conflicto Armado, revela la violencia atroz en Chengue, territorio en Montes de María, donde las autodefensas realizaron una brutal masacre contra quienes consideraron auxiliadores de las Farc. Se trata de un poema narrativo en el que un hecho histórico se poetiza como si fuera un sacrificio: La tarde del día que volvieron/ fue una tarde arrogante/ y el crepúsculo conejero/ ayudó a un mayor desamparo/ regando su esplendor púrpura/ sobre los matorrales./ Y no fue con bala (…)/ Entonces pasaron por delante,/ acomodaron el rostro sobre la piedra: una mano sostenía, otra asestaba./ Luego fueron los golpes secos de la mona:/ veintisiete exactos golpes/ sobre la piedra que mató a Chengue. La misma voz asume el cinismo de la guerra y para no guardar silencio con frases marcadas enumera lugares, situaciones, súplicas inaudibles, “el nacimiento de muñones” y “la gasa clausurando las palabras”, para indicar que es un hecho repetido, termina de manera circular con las palabras del título del poema: “Nada anormal”. Imposible desligarse del sentido: husmea el pájaro de la muerte, está atento al cadáver que lo alimenta. No sobra aquí llamar la atención sobre la poesía de Camila Charry Noriega (1979), donde con imágenes desgarradoras de la violencia por fatales geografías, muestra a un niño en el instante en el que revienta sobre su cuerpo el fusil del asesino, o revela una noticia terrible en “Chengue”: En la radio anuncian que se han tomado el pueblo./ Que hubo explosiones/ restos de carne que se estrellaron contra otros cuerpos. Que todo fue muy rápido. Que las gallinas dejaron en el aire/ sus plumas como un ala de neblina. De semejante manera, Diana Carolina Sánchez Pinzón, en “Masacre en Bojayá” expresa dolor por las lágrimas colectivas: Somos seres anónimos/ buscando una casa antes que ser nombrados./ Existe Cristo/ con los brazos abiertos y sin cabeza.
Por su parte, en Andrea Cote (1980) la muerte va y viene sobre la escritura y la existencia, particularmente en Puerto calcinado. María, alter ego y dispositivo para crear un diálogo con el otro o con el doble, muestra la casa hecha trizas, vacía, muerta. Es la casa-tierra, casa-albergue, casa-patria, casa con el cielo abolido, casa del origen, la del albergue íntimo, la de la infancia donde no había miedo, el paraíso. Puerto calcinado es el lugar de llegada y anclaje ahora quebrado, desecado, yermo, sin padre, donde sólo se cuentan treinta y dos ataúdes/ vacíos y blancos y los gestos deslucidos en esa tierra-casa de todos con la herida que sangra/ en ti y en mí/ y en todas las cosas/ hechas de ceniza. Si la primera parte cierra con esa tierra en la que a todos les han puesto un dolor/ en el centro del dolor, en la segunda y tercera partes el yo reflexiona ante las pérdidas y las orfandades, y reconoce la casa como un cuerpo vacío y fragmentado.
Esta aproximación a unas pocas voces de mujeres poetas colombianas conscientes de la época que les ha correspondido vivir, permite concluir que ante las heridas causadas por la guerra es posible darle belleza al horror sin evadirlo, tal como sucede con una concepción de arte japonesa en la que al restaurarse una pieza rota, se destaca con oro la huella de la herida.
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