Septiembre, octubre de 2019

 

Sonia Nadezhda Truque

Buenaventura, Valle del Cauca

 

Nací en Buenaventura, Valle del Cauca. En Barcelona, España inicié estudios de filología catalana y trabajé como lectora en varias editoriales. Soy autora de libros, entre los cuales cito los de cuento: La otra ventana (Pijao editores), Historias Anómalas (Cooperativa Editorial Magisterio) Los perros prefieren el sol y otros cuentos (uniediciones). Un libro de poemas, Bordes (Universidad Nacional de Colombia, colección Viernes de Poesía, no. 13). Antologías: País de Versos. Antología Colombiana de poesía infantil (Coautora) Cuentos policíacos (couatora) Cooperativa Editorial Magisterio; Las travesuras del Pícaro Tío Conejo, editorial Tiempo de Leer, Fábulas Colombianas, Fábulas extranjeras (editorial Tiempo de Leer), Elisa Mújica en sus escritos (Fusader. Bucaramanga, Santander, coatura del libro Los Samper un libro abierto (Tres Culturas Editores). He trabajado como profesora de escrituras creativas, comentarista de libros y actualmente pertenezco a la Fundación Carlos Arturo Truque (FUCAT), y participo del grupo Narradoras de Territorio de mujeres afrodescendientes, negras y palenqueras del Ministerio de Cultura. Incluida en la antología Ellas cantan, Uniexternado,  y en Narradores del Pacífico Colombiano.

 

 

 

ADRIANA NO ERA ROMÁNTICA

Por Sonia Nadhezda Truque Vélez 

 

 

Como siempre la idea del regreso fue sugerida por Adriana. Es casi seguro que aburrida de estar en casa de los Stevens, dos días de permanencia denotando buenas maneras, la hubiese hecho desear algo más fuerte, cruzarse con otra gente, irse, porque quedaba poco por hacer. De todas formas se sentía contenta de haber conocido a la familia de su prometido: percibía el nacimiento de un tiempo más cómodo, el objetivo a realizar lo sentía arribar en una suerte de complicidad de afinidades con Héctor, aunque no pudo disfrutar de la estancia en casa de su familia, debido a la rigidez de los hábitos que sólo les permitió subrepticios pericazos, y también porque el clima no les fue favorable, había llovido con rigor toda la semana, y esos días las interrupciones fueron para que cayera una llovizna impertinente, el cielo encapotado y un viento frío que venía de la costa los obligaron a permanecer en casa.

 

Cómo decirlo. Cómo aventurar que fue la abulia de permanecer en casa de los Stevens, un final de etapa, lo que sacó a Adriana para volver a la ciudad. Por la desierta autopista de un sábado de otoño, Héctor conducía inocente de que acompañaba a Adriana a cumplir su destino: un hecho, otro de los tantos que jalonarían su vida, pondría fin a sus anhelos, a la noche. Ya no habría más paréntesis, no más regresos al apartamento escondiendo la dolorosa resaca de las fiestas: Adriana no propondría que mejor descansar de las noches de trago y coca que les daba la claridad de mañanas despiertos, sobreexcitados a causa de esnifar, con el estómago resentido y ardiente. Siempre se hacían la misma promesa que sería cumplida una noche, acaso otra, porque una llamada a Brenda o Antonio los llevaría al pub y después a casa de alguien; nunca sabían en qué salón se encontrarían bailando, conociendo gente, compartiendo la intimidad de grupos en que lo de menos era saber el nombre del que estaba al lado, dejarse arrollar, seguir el torbellino habitual de sus conocidos, participar activos en uniones colectivas, reírse de alguien que se desnudaba y se tiraba a la fría piscina, invariable, la noche debía tener su momento cumbre; chistoso ver a Clea en ropa sado, simulando golpear a Gilberto, verlo sometido a ella que gozosa y entregada a su euforia, iba in crescendo, y los latigazos se hacían ciertos, excitaban a Clea, hasta que Gilberto atónito, se retiraba del juego. 

 

La gente bella, como decía Adriana, eran los agentes de publicidad y toda la fauna que pulula en torno a ellos como paso previo al estrellato. Con ellos se relacionó a su llegada al país, sabía que no era fácil abrirse paso, pero la proximidad de hombres adinerados le daba la garantía de hacer el camino sin sobresaltos, las chequeras efectivas dejaban en sus manos la tranquilidad de esperar la oportunidad. Con Héctor se sentía a gusto, llenaba este espacio, y más, su familia aceptaba la relación. Por eso esta noche, como todas las noches que se sumaban incontables, Adriana no pensaba en nada, todavía estaba acelerada por las continuas aspiradas, en definitiva todo le eran tan fácil, que por su mente pasaban escenas de la vida que había hecho, en la que de pronto le llegaba el eco de locuciones en otra lengua, inglés o francés, y la recóndita sensación de estar en la misma fiesta, la misma noche.

 

Para todos pasaba como un enigma y su evidente belleza exhibía sus largas piernas y su rostro perfecto. Adriana se defendía por ocultar lo azaroso de su pasado: artera lo lograba; su país de origen, Estados Unidos, apenas si se recordaba entre sus conocidos. A su atribulada vida la atravesaba una violación, inicio de la ignominia y la abyección, de la que se sobrepondría casándose muy joven con un muchacho de su ciudad, interludio roto por los afanes de Adriana: sacar provecho a sus atractivos como modelo de revista porno; el divorcio y nuevo enlace, ahora sí con un hombre de las altas finanzas de Boston; el suicidio de éste, debido a una sobredosis de heroína en un momento de acelere producido por una gran excitación y la confrontación de su impotencia que paliaba proporcionándole a Adriana relaciones con amigos suyos, con la única condición de que lo dejaran ver y filmar lo que pasaba en noches tan parecidas a todas, que, Adriana, a veces pensaba que era la misma, y una a secreta y fugaz cordura la hacía decirse, cómo es que todavía estoy aquí, efímera, como virgulitas de éter, porque su vida transcurría a la velocidad de un Ferrari, con la meta que Adriana coronaría a cualquier precio. 

 

Lo cierto es que volvían de casa de los Stevens y entrando al perímetro urbano, Héctor le insinuó ir a Sol. a tomar una copa. Compulsiva, Adriana sacudió su melena para recobrarse, sacó el filtro y se regaló un pase por los dos tabiques, entregándoselo a Héctor que aceptó en el intento de buscar establecimiento frente al local al que se dirigían, y al que entraron, pero no se sintieron a gusto, ponían música demasiado estridente y punk, por lo que decidieron ir a Texas donde abrían hasta el amanecer. En Texas encontraron rostros conocidos, pese a lo cargado del ambiente decidieron quedarse, con ganas de imprimir más movimiento a lo que habían sido los días en familia, y Adriana que en esos ámbitos se mostraba desenvuelta, se encontró con Beatriz, que desde su viaje a la India no veía y se sentaron a comentar los incidentes entre esnifada y trago. Parecía una noche como cualquiera otra, de las que con el aumento de aditamentos concluiría en casa de alguien, cuando al pasar a la barra a pedir una copa, reconoció a Octavio, sentado al fondo, la persona que no quería encontrar, el único adinerado que no le interesaba; algo, quizás un prurito de selección le repugnaba en él. Su situación económica que con Adriana se había hecho altanera, difamatoria en público, le resultaba nefasta para su proyecto, más ahora que con Héctor entraba a la quisquillosa sociedad que era el podio de seguridades desde donde lograría ser la mejor modelo. 

 

Pero se frenó. Octavio, desde su mesa, divisó a Adriana. Se le acercó y la abatió sin esconder ni guardar recato en las acusaciones que le dirigía, a las que Adriana respondió: Pero si no lo conozco a usted, señor. Se equivoca. Es un malentendido. 

 

El encuentro fue tosco y crapuloso para Adriana. Se quedaron un momento más y turbada y agredida bebía y esnifaba con angustia y se marchó entre la insistencia de Héctor. Era madrugada y la luz parecía tamizada, cubría los árboles de un aura tenue. Seguía lloviendo y en ese momento Adriana sintió asco de todo y unas irreprimibles ganas de vomitar; no se sentía, no era ella. Adriana pidió disculpas a Héctor por la escena y esnifaba con fruición. En el apartamento, se recostó junto a Héctor que se quedó dormido; mientras Adriana se remontaba ansiosa, sin punto fijo, sin mesura. 

 

Octavio, por supuesto, había sido uno de esos encuentros infortunados que Adriana quería ocultar. Lo conoció poco después de instalarse en la ciudad; siendo como era adinerado, dueño de una importante agencia de autos, salió con él de fin de semana a un chalet de montaña. Fue el verano anterior. Octavio, que esos días hizo gala de sus maneras seductoras, la sorprendió con una gargantilla de oro, no logró que Adriana lo aceptara. Pasaron los días bebiendo absenta con ácido, los colocó en un estado de amplia desinhibición, en la que Adriana, nuevo objeto, se hizo el centro de curiosidad. Estuvieron desnudos y vivieron el viaje en la más alegre comunicación. Octavio bajó la guardia al quedarse dormido en una mecedora en la terraza. Ya de bajada del ácido, pero aún con la sensibilidad alterada, terminaron en cama común, juntos, como siempre, como Adriana nunca objetaba, enredada ahora con el uno, con la mujer, los tres enlazados en el juego del cuerpo, y un infinito afán de palparse, recorrerse, piel sobre piel obedeciendo a sus dictados, inventando formas, creando desinencias, imperturbables, silencio y chasquear de bocas, fusión inenarrable, acto sin máscara, reiniciando el mismo juego y la misma búsqueda que terminó con la laxitud de los tres sobre la alfombra. 

 

Eso fue lo que nunca le perdonó Octavio; el que se hubiese negado a él, el coraje de que Adriana hubiera aceptado sin reparo a sus amigos. Desde que se enteró de lo sucedido, comenzó la agresión abierta contra ella y al encontrarla donde fuera sacaba lo sucedido, poniéndola en evidencia. Rabia. Amargura. El signo de su vida sumaba en esa mañana todos los sinsabores que aliviaba esnifando y paseando por el apartamento. La presencia de Octavio por lo ámbitos en que se movía Adriana, tomaba un cariz nefasto. Con Héctor conseguía instalar- se, se sentía extenuada de la irregular subvención que recibía de sus relaciones, quería legalizar su permanencia en el país; decidió darle a Octavio una oportunidad, si lo que quería era estar con ella, tenerla en su agenda de mujeres disponibles, se lo concedería como fin de capítulo.

 

Jugueteando con un pequeño revólver de Héctor, que sacó del escritorio, lo llamó a anunciarle su visita para poco después. Al llegar, Octavio la recibió en su habitación acompañado de una rubia.

 

-Vaya, vaya, que sorpresa. Al fin decidiste venir. Esperaba este momento. Si quieres llamamos a unos cuantos para que no te aburras- le arrostró a Adriana, que se mostró sosegada y dijo:

-No hace falta. Por esta vez los que estamos somos suficientes. 

Haciendo una rápida observación del lugar, se metió en la cama sin separar la mano del bolsillo del abrigo donde guardaba el revólver. Sabía que pronto terminaría la guerra.

 

A José Darío Quintero (Q.P.D)

 

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