Diciembre, 2018
De Subrayar los Libros
En varias oportunidades amigos y compañeros de universidad me han preguntado con expresión de asombro o reproche el porqué subrayo los libros que me acompañan. Me da la impresión en esos momentos que sienten por mí pena ajena e incluso, como acto seguido a la pregunta viene una gama de posibilidades o soluciones para no reincidir en la falta cometida, de tal manera que cuando les devuelvo la cortesía y pregunto ¿por qué no hacerlo? La respuesta pareciera ser obvia: los libros son sagrados.
Para los lectores apasionados un libro no es solamente un cuaderno que guarda obras impresas o series de papel cubiertas con diversas tapas. Un libro como diría Borges“es una extensión de la memoria y la imaginación”, un artefacto precioso que a través de la escritura guarda registro de las experiencias pasadas (tradición) y albergan en ellos la savia de los saberes desde los más elementales hasta los más significativos, es pues, una representación de nuestra civilización. No es gratuito entonces que haya lectores que prefieran no profanar o ejercer violencia alguna contra los libros, por el contrario, buscan las herramientas que tienen a la mano para no mancillarlos, de tal forma que al hacer contacto con el texto, éste salga lo menos maltratado que les sea posible, casi intacto. Así pues, se toman el trabajo de transcribir sus frases favoritas a otros cuadernillos o lo acarician valiéndose de pegatinas o stickers que no dejen huella sobre ellos.
Al llegar a este punto, entiendo de alguna manera que estoy tratando con ciertos puristas, pero no veo en ello algo reprochable (como muchos de ellos en mi caso) por el contrario, concibo que son válidas y respetables las múltiples formas como nos acercamos a la lectura; sin embargo, defenderé la mía como una complicidad mas intima hacia el texto, para mí es más importante afianzar el pacto entre el lector y la lectura que el carácter sacro del objeto en cuestión.
Ahora bien, si reflexiono un poco sobre lo que dice Kafka de que “un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros” o un puñetazo en la cara, entonces, me declaro farisea ante la enseñanza de Jesús de poner la otra mejilla, es decir, para el caso que nos concierne el no profanar el texto. Por el contrario, me doy la licencia de dejar en ellos mis más íntimos vestigios, los subrayo ejerciendo “violencia” sobre ellos de la misma manera en que ellos ejercen violencia sobre mí y marcan mis percepciones y emociones, de tal forma que mi pacto como lectora con el texto se afianza, se torna más profundo, entusiasta. Si advertimos y hacemos énfasis en lo que significa esto no está de más traer a colación la etimología y significado de la palabra entusiasmo como una exaltación de ánimo que se produce por algo que cautiva o que es admirado y que proviene del latín tardío enthusiasmus, o en su origen más remoto en la lengua griega “tener un dios dentro de sí”, en mi caso “tener el texto dentro de mí”. Si el libro es ese artefacto mágico en el que nos miramos a nosotros mismos y nos adentramos en ellos ¿porqué ser tímida ante los ojos réprobos de quienes defienden su carácter sacro? Sospecharán de mí, tal vez… dirán que el entendimiento no depende de las heridas que le infrinjamos al texto, pero también me será permitido sospechar de ellos.
Para terminar apelaré a Cortázar que en Rayuela dice: “Cuando los amigos se entienden bien entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro, espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera.” Cada cual con su metodología de acercarse a los libros o su sentencia pacífica hacia ellos, por mi parte seguiré dándome a trompadas con los textos que leo, entusiasmándome con ellos a la medida en que me infrinjan y les infrinja marcas, dejando que entren en mí y entrando en ellos.